jueves, 27 de noviembre de 2008


“Nuestra sociedad no vería la vida de la misma manera si no hubiéramos traducido a Aristóteles, Schopenhauer, Sartre o Freud”

El destacado traductor, revisor e intérprete español Xosé Castro Roig, señala en la presente entrevista exclusiva para Contacto que, en relación con las editoriales, “debemos exigir como colectividad el reintegro de nuestros derechos de traducción, unos derechos que no están estipulados ni defendidos con coherencia en los distintos países de habla hispana”.

— Usted trabaja en diversos proyectos para Microsoft y también en programas, herramientas y aplicaciones para que los traductores desarrollen su trabajo. ¿Qué elementos tecnológicos no deberían faltar en el kit del traductor y cuáles son las novedades que se avecinan para el sector?
— No es tan importante lo que necesitamos sino manejar bien lo que ya tenemos. A veces, estamos muy pendientes de qué nuevos programas tenemos que incorporar a nuestro escritorio y al trabajo cotidiano, pero olvidamos que Word todavía puede sorprendernos (¿sabemos hacer macros que simplifiquen nuestras tareas?, ¿conocemos todos sus secretos?), las búsquedas documentales o no estamos suscriptos a ninguna lista de traducción, y estos aspectos son, desde mi punto de vista, fundamentales para desarrollarnos idóneamente como profesionales. Pero para no pecar de gallego y responder a la pregunta: hoy en día es necesario tener un programa de memoria de traducción si uno quiere dedicarse a la traducción técnica, porque el mercado viene demandándolo desde hace años. Cualquier conocimiento añejo nos hará más valiosos en el mercado y nos permitirá ofrecer servicios más amplios a nuestros clientes: programas de compaginación, nociones de programación..., cualquier aspecto relacionado con la computación será de provecho.

— De acuerdo con su experiencia, ¿considera que existe buena predisposición entre los traductores para explorar nuevas herramientas informáticas que permitan realizar un mejor trabajo?
— Yo creo que sí, pero me parece que entre la gente joven —que ya percibe la informática como algo casi connatural— esta predisposición es mayor, pero todavía arrastramos lastres del pasado y esquemas mentales que debemos desterrar. Así, mi experiencia es que la predisposición para aprender nuevos programas y métodos informáticos es mayor entre hombres que entre mujeres, a pesar de que la profesión está dominada por ellas. Y esto hay que cambiarlo radicalmente. La tecnología es un tren que nunca para. La capacitación debe ser paulatina y constante.

— ¿Qué relación encuentra entre los “cibermarginados” —que usted definió en una conferencia en 2001— y el “analfabetismo informático”?
— Cuando surgió la informática, muchos pensaron que sería una ciencia independiente (como la física, la química o la medicina) que manejaría y dominaría un grupo de personas. Hoy podemos ver que la informática ha alterado y mejorado absolutamente todas las áreas científicas y del saber. No en vano, la marginalidad social y económica también va de la mano de la marginalidad en las comunicaciones. Nicholas Negroponte (N. de la R.: científico de la computación, creador y director de Media Lab) creyó, en los años noventa, que había que inventar una computadora asequible para llevarla al mayor número de niños y escuelas del tercer mundo, para que también tuvieran acceso a la informática. Algunos lo consideraron una frivolidad. Hoy en día hay cientos de proyectos para llevar las comunicaciones modernas al tercer mundo, porque Internet nos trae información y nos abre una puerta al mundo.

— Usted plantea que para los traductores es tan importante la aptitud como la actitud. ¿Podría explayarse sobre este concepto?
— Si reparamos en la clase política, comprobamos que hay personas que, siendo ineptas (‘sin aptitud’) han llegado muy alto porque tienen mucha actitud. No quiero comparar a los traductores con los políticos, pero yo insisto mucho en este concepto cuando hablo a los estudiantes y traductores noveles, porque en esta profesión —como en otras— la clave no estriba únicamente en ser muy apto (haber obtenido, por ejemplo, magníficas calificaciones en la facultad o haber asistido a una docena de cursos): también es necesario tener la actitud para transmitir al cliente que valemos, que somos confiables, profesionales y que, más allá de nuestra experiencia o pericia, vamos a ayudarlo a sacar adelante al trabajo y no le dejaremos tirado. Por otro lado, también me gusta hacerles ver que hay gente que llega alto en la traducción porque tiene mucha actitud y con ella suple, quizá, algunas carencias en su instrucción o en su método. Si tenemos en cuenta que la mayoría de los egresados van a ser traductores autónomos, sería muy conveniente que las facultades planearan algún tipo de capacitación que los preparase para lo que van a encontrar al terminar sus estudios. Un mundo profesional sometido a la ley de la oferta, la demanda, el control de calidad y las relaciones mercantiles propias de cualquier profesión liberal.

— ¿Cuáles son los principales aspectos que tiene en cuenta para realizar la traducción de textos que utilizarán los dobladores de películas?
— Sin duda, los aspectos orales y de registro. La principal característica de la traducción para doblaje —que la diferencia de cualquier especialidad— es que hay que redactar un texto que, al ser leído por un actor de doblaje, parezca espontáneo. No traducimos discursos que van a ser dictados, sino lengua hablada que tiene que resultar natural. Si en el original cometen errores, nosotros tenemos que reproducirlos. Traducimos emociones y sensaciones, no sólo palabras. Si el hablante nativo de la lengua original de la película llora en tal escena, el hispanohablante también tendrá que llorar. Y si ríe a carcajadas en la siguiente, eso mismo deberemos procurar nosotros.

— En la traducción audiovisual, ¿advierte una buena predisposición para consultar fuentes no documentales?
— Internet nos ha hecho muy vagos a todos. «San Google» parece el patrono de las enciclopedias. Siguen habiendo temas que no están documentados en Internet y otros que aparecen en abundancia, pero, en su mayoría, son traducciones... y pobres. Tenemos que separar el grano de la paja con sumo cuidado y recordar que una hora de conversación con un experto en botánica es mejor que quince horas de googlear por páginas de botánica. Por suerte, en Internet también encontramos foros y listas de debate con las que podemos llegar «a la persona» (en oposición «al glosario») y obtener valiosísima información para nuestros textos.

— Con mucha frecuencia se suele desmerecer la tarea que desempeñan los traductores. ¿Cuál es la responsabilidad de los propios traductores en este aspecto y qué deberían hacer para revertir esta mirada acerca de nuestra profesión?
— Abandonar falsos corporativismos y reclamar calidad en los textos. Antes que traductores somos ciudadanos, y como tales, tenemos derecho a leer traducciones inteligibles. Si no las demandamos como ciudadanos y usuarios, no podemos pretender que nos las exijan cuando buscamos trabajo. Por otro lado, no hay que perder ninguna oportunidad de hacer ver a la gente que nos rodea la importancia de la traducción y los traductores.

— ¿Qué aspectos deberían cambiar para mejorar la relación entre las editoriales y los traductores?
— La misma que entre las editoriales y los correctores: que nos habituáramos —todos, pero también los profesionales de la lengua— a demandar calidad. Hay pésimas traducciones de libros que se convierten en superventas y que no reciben ningún tipo de queja de los lectores que los compraron. Por ende, la editorial saca en conclusión que su plan (pagar poco por una traducción hecha en malas condiciones) ha salido rentable. Además, debemos exigir como colectividad el reintegro de nuestros derechos de traducción, unos derechos que no están estipulados ni defendidos con coherencia en los distintos países de habla hispana.

— Usted señala que para un traductor no solamente hay lecturas recomendables, sino obligatorias. ¿Cuáles son —a su juicio— los diez libros que indefectiblemente deberían conocer en profundidad los traductores?
— Nunca sé qué responder a estas preguntas sobre el mejor o los mejores libros. Por suerte, hay tantos, que se podría crear una lista solo con ellos. A mí me marcaron ciertas obras del Siglo de Oro, en la que hay una gran maestría en la redacción y en aquello que se quiere comunicar, desde las obras menores de Cervantes, pasando por Quevedo o el Guzmán de Alfarache. Y no hace falta irse a los grandes literatos de hace siglos... Es un ejercicio precioso leer de un modo algo analítico las distintas maneras de expresar sentimientos, amor, humor, ironía en nuestros países: de Fontanarrosa a Borges, pasando Juan Rulfo, Renato Leduc, Juan José Arreola, García Márquez, Eduardo Galeano, Delibes o Jardiel Poncela. Lo importante es recordar cada día que nadie puede ser buen traductor si no es buen lector. En un plano más afín a la traducción, aparte de los dictados de la Academia, creo que es necesario consultar y manejar con frecuencia los manuales de José Martínez de Sousa, la gramática de Bosque, los escritos de José Polo, Alicia María Zorrilla y otros ortógrafos y lingüistas que han escrito sobre la lengua que más nos interesa: la del destinatario de nuestras traducciones, que es a quien nos debemos, al fin y al cabo.

— Usted postula que los traductores deberían oficiar como intermediarios entre “lo natural” y “lo idóneo” que conlleva el idioma. Me gustaría que pudiera ampliar esta perspectiva…
— La idea es clara: la evolución no implica mejora cuando se trata de lengua. Cuando la medicina «evoluciona» es porque mejora, pero el lenguaje no tiene por qué mejorar exactamente. Simplemente, muta, cambia, pierde y gana, pero no nos expresamos «mejor» ahora en el siglo XXI que hace 4500 años en Grecia. Lo verdaderamente esencial para el hombre se puede decir en cualquier idioma. Y por eso digo que aunque sea natural que adoptemos extranjerismos innecesarios, los traductores tenemos que servir de enlace entre lo natural y lo idóneo. Lo natural es por nuestra culpa y de los periodistas y de otros «agentes culturales» se nos haya metido en el léxico la acepción inglesa de evento. Es natural. Antes, en español, evento era tan solo ‘una eventualidad’, es decir, ‘un suceso inesperado’. Desde hace algunos años, evento también significa ‘suceso importante y programado’. Así que si yo digo que voy a un evento, nadie sabe bien adónde voy. Lo «idóneo» es que yo no rinda todo un campo léxico a los envites de una sola palabra-comodín, y diga que voy a un concierto, recital, exposición, boda, encuentro, reunión... o lo que corresponda.

— En diversos foros, cada vez que se analizan los bajos índices de lectura, se le echa la culpa a la televisión. Paralelamente, usted conduce con Francine Gálvez un programa televisivo (Palabra por palabra) que tiene una finalidad educativa con respecto al idioma. ¿Cuál es su opinión y experiencia acerca de estos temas?
— Los medios audiovisuales son una dura competencia para la lectura, porque son medios pasivos que no requieren de nosotros más que tener los ojos abiertos. Aun así, la televisión no es el problema de la cultura o la lengua (igual que no lo son los celulares) sino los que crean los programas para televisión y nosotros mismos, que somos seres libres que tenemos la opción de no verla. En esta sociedad audiovisual se ha creado una mentira circular que repiten los programadores de televisión y las productoras: «La gente quiere ver tele de mala calidad, quiere ver realities, chismes y analfabetos encumbrados a la cima del éxito». Lo cierto es que apelar a los instintos más básicos (violencia, venganza, sexo...) que son connaturales al ser humano, es algo muy cómodo. Si uno va por la calle y en la vereda de la izquierda hay una orquesta tocando a Mozart y en la de la derecha hay un accidente, la mayoría de la gente se siente atraída por el accidente. La cultura es algo que nos hace humanos, pero con lo que no nacemos. Nadie nace deleitándose con la música clásica, la lectura o el respeto a las opiniones de los demás. Esto es algo que los humanos nos inculcamos entre nosotros. Y ahí llega la pregunta clave: debemos hacer distinciones con la televisión. ¿Es la televisión un medio distinto (del libro, por ejemplo) y debe estar sometido a determinadas reglas de calidad? Mi opinión es que la televisión pública, al menos, debe tener un código deontológico y ser consciente de la importante influencia que ejerce sobre la población.

— ¿Considera que existe plena conciencia acerca de que la mayoría de los conocimientos que todos tenemos fueron traducidos previamente?
— No, no reparamos mucho en eso y yo suelo destacarlo mucho cuando alguien tiene dudas sobre qué es y qué implica nuestra profesión. Para ser un adulto desarrollado, hemos tenido que oír, leer y ver decenas de miles de palabras que fueron traducidas. Nuestra sociedad no vería la vida de la misma manera si no hubiéramos traducido a Aristóteles, Schopenhauer, Sartre o Freud. No relataríamos de la misma manera si no nos hubieran llegado los textos de Shakespeare. Gracias a las traducciones de las cantigas medievales de amigo y a Francesco Petrarca —incluso a los bucólicos de la Antigua Grecia— sentamos las bases de cómo se describe el amor apasionado y no correspondido, el amor romántico, el amor dilecto. Y sin las traducciones de las películas de Hollywood o los documentales, nuestras conversaciones se verían mucho más traducidas. Siempre ha habido un traductor en nuestra vida, siempre lo hay y siempre lo habrá.

— ¿Cuáles son las expresiones que más lo sorprendieron, cuando hizo la recopilación para su Diccionario de burradas del español?
— Me siguen sorprendiendo y me gustan las expresiones cultas que la gente vulgariza como para dotarlas de significado. Por ejemplo, la expresión miedo cerval hace referencia al miedo que tienen los ciervos, y mucha gente no lo sabe, como aquella señora que decía que tenía «miedo cervical a las alturas», y se echaba la mano a la nuca, como si ella sintiera una tensión justo ahí. También me fijo en cómo usan los hablantes los calcos y extranjerismos, y eso nos recuerda a los traductores que no todo el mundo sabe, quiere y puede adoptar los términos foráneos con la facilidad que algunos de nosotros pretendemos. Así, una señora decía que le iban a hacer un «escarnio cerebral» y, en realidad, lo que le iban a hacer era un escáner.