sábado, 14 de febrero de 2009

“Racine dice más por lo que no dice que por lo que dice”


Luego de ver una función de Berenice, de Jean Bapstiste Racine (1639-1699), entrevistamos en forma exclusiva para Contacto a su traductor: Walter Romero. La obra aborda un triángulo de amor y poder entre Berenice (reina de Palestina), Tito (emperador de Roma) y Antíoco (rey de Comagena); está protagonizada por la extraordinaria actriz Ana Yovino y la ascética puesta en escena de Silvio Lang privilegia la musicalidad de las palabras.
Walter Romero es altamente reconocido como traductor y docente, tanto en la Argentina como en el exterior. Entre otros autores tradujo a Guillaume Apollinaire y a Boris Vian y, por su labor en Berenice, está nominado al premio que otorga el Instituto Francés para América Latina, con sede en México.

- Antes de que el director Silvio Lang le pidiera la traducción de Berenice, ¿cuál era su acercamiento con esta obra en particular y con las tragedias de Racine en general?
- Antes del pedido de Lang, yo enseñaba la obra de Racine en mis clases de Literatura Francesa de la UBA, año a año, pero las tragedias que daba eran siempre Fedra o Andrómana. Mi lectura de Berenice era muy lateral, aunque había leído bastante, especialmente a partir de la obra de George Steiner, acerca de la particularidad de esta pieza.

- El hecho de saber que la traducción era solicitada para montar un espectáculo teatral, ¿modificó su enfoque del trabajo?
- Absolutamente. En primer lugar rastreé todas las traducciones al español que había de la obra. Conseguí cuatro de distintas décadas del siglo XX, tres españolas y una mexicana. Pero advertí muy pronto que el trabajo que se sostenía en esas traducciones no tenía nada que ver con la impronta que quería dársele a esta versión en la cual se rescató la fluencia de la lengua raciniana y la necesidad imperiosa de lograr una lengua que, venciendo o superando la métrica y la rima, hiciera del ritmo y de la construcción un sólido campo semántico. Cada verso fue traducido en términos performativos que aunque pueden traicionar, en algún sentido, la musicalidad inherente al alejandrino francés, capturan una tensión rítmica, una fluencia, una “natural” expresión en la boca de los actores capaz de hacer posible la representación en la actualidad. De hecho, actualmente, con el texto publicado, me atrevo a decir que mi Berenice es más una versión que una traducción, propósito que dejo muy claro en el prólogo de la versión impresa.

- La publicación del libro con la versión o traducción de Berenice, ¿estaba prevista originalmente o fue una vertiente que se sumó en el proceso de trabajo?
- Desde el primer momento lo supe. El proyecto de financiamiento del Fondo Metropolitano de Cultura del GCBA se denominaba: Representar, traducir, documentar. El dinero de ayuda iría al montaje de la obra, el financiamiento de la traducción y su publicación en un sello editor de teatro y el registro audiovisual una vez estrenada para que quedase como un documento.

- ¿Cuáles son las máximas diferencias entre su traducción de Berenice y la realizada por la española Rosa Chacel?
- La traducción de Chacel es la más difundida en España y en América Latina. Es un trabajo a conciencia, no pensado para la escena sino para la letra impresa; con decisiones que hoy pueden gustar o no, pero que responden de alguna manera al ideario lírico de Racine. Esta traducción fue motivo de una querella muy divertida e interesante para seguir con el profesor Ángel Battistessa. Mi traducción pone en foco, respetando siempre el texto de la lengua de partida, la finalidad escénica del texto, y el hecho de que Racine la escribió también, sobre todas las cosas, para que sea representada en la corte.

- Usted participó de los ensayos de la obra para perfeccionar aún más su tarea. ¿Qué aspectos se modificaron respecto de la primera versión? ¿Cuáles fueron los aportes que hicieron para el texto el director y los actores?
- Con el director tuve muchos encuentros previos; Silvio Lang es un director rarísimo en estos días porque su interés por la palabra es muy grande. En los ensayos, ya con la letra incorporada, algunos actores me veían como el guardián del discurso o como una suerte de Racine redivivo, hecho que desbaraté muy pronto. Los ensayos me permitieron esclarecer algunos versos oscuros o con referencias muy cultas, o bien con un sistema de cláusulas o de períodos muy racinianos que debían sostenerse hasta el final, ya que de lo contrario, sin los debidos encabalgamientos, rompían en cierta forma el sentido. Por otra parte mantuve con todo el equipo -vestuario, luces y músico incluido- dos o tres reuniones que mimaban un poco mis clases de la Facultad, en este caso concentrándome en Berenice y su análisis, como así también en sus condiciones de producción.

- El texto tiene una poética extraordinaria y una fluidez notable, pero en esta historia también es importante lo que no se dice: la imposibilidad de verbalizar los sentimientos. ¿Cómo se realizó el proceso de trabajo en este aspecto?
- La crítica lo ha dicho: Racine dice más por lo que no dice que por lo que dice. Traté de respetar sin forzar esas elipsis, esos silenciamientos: la forma en que el secreto se desliza en una larga tirada de versos sin resolverse. El arte de Racine es el supremo arte de la litote.

- ¿De qué manera abordaron el delicado equilibrio que existe en la obra entre el poder desde el amor y el amor hacia el poder?
- Esa tensión creo haberla respetado ya que es el trasfondo temático –la fábula- del mínimo argumento, de esta suerte de historia atomizada que Racine nos presenta. Pero las tensiones no fueron anuladas sino justamente –como quería Racine- fueron exacerbadas.

- ¿Cuáles son sus expectativas por la nominación al premio entre las diez mejores traducciones del francés que otorga el Instituto Francés para América Latina?

- Es un premio muy disputado; auguro una buena performance, pero hay grandes competidores, de sellos editoriales muy fuertes. Agradezco la nominación ya que al menos rescata el enorme esfuerzo que significó traer a la escena en 2008 el verso de Racine, que faltaba en la cartelera teatral argentina –en versión integral- desde finales de la década del setenta. La versión que más influyó en mi trabajo fue justamente la traducción de Manuel Mujica Láinez de Fedra que fue representada en el Teatro Nacional Cervantes por la actriz Maria Rosa Gallo, recientemente fallecida. Sólo hay fragmentos sonoros de algunos pasajes de esa representación y la versión impresa –que aún se consigue- de la Editorial Sudamericana, pero el trabajo de Mujica Láinez fue un gran estímulo para mi versión.

“Nuestra profesión todavía tiene un escaso reconocimiento”

Lourdes Arencibia Rodríguez es fundadora y Profesora titular adjunta de la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de La Habana, Cuba. Además, ejerce como docente de Interpretación/Traducción en varias universidades internacionales, y es invitada para dar clases desde hace diez años por el Instituto de Lenguas Modernas y Traductores de la Universidad Complutense de Madrid, España. Además, recibió varios premios nacionales e internacionales de Traducción.
Actualmente se desempeña como Presidenta de la Sección de Traducción Literaria de la Asociación de Escritores de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), que organiza el Simposio de Traducción Literaria y el Premio de Traducción Literaria.
Lourdes Arencibia Rodríguez fue entrevistada en exclusiva por la editora de Contacto, para hablar de la profesión y, especialmente, de la traducción literaria.

- ¿Con qué idiomas trabaja como intérprete y traductora?
- Como intérprete, trabajo del francés y del inglés al español. Si bien como profesora sostengo el criterio de que la interpretación debe hacerse sobre todo de la o las lenguas extranjeras a la materna, por razones estrictamente de necesidad en la demanda, suelo trabajar del español al francés. Como traductora, trabajo del francés, italiano, portugués e inglés al español. Ocasionalmente, hago también a regañadientes, la traducción al francés.

- ¿Cómo es el proceso al traducir una obra literaria?
- Depende mucho del género, toda vez que no es lo mismo abordar la narrativa, el ensayo o la prosa poética que la poesía. Trato de situarme en el estilo del autor, conocer lo más que puedo de su obra, de su época, del ambiente, y el lenguaje de la novela o de la narrativa. En el caso de la poesía decido si utilizaré la rima o el verso libre. Trato de reproducir las texturas profundas y las de superficie, mantener la música, el tono. Trato de negociar con quien me encarga la traducción el máximo de tiempo para poder apropiarme lo más posible de la obra que voy a abordar; trato de persuadirle de que en la traducción literaria, la prisa va siempre en detrimento del resultado. Hago toda la investigación que pueda sobre las equivalencias más acertadas, sobre los problemas de interculturalidad, me acerco al estilo de la editorial para la que trabajo en un espíritu de avenencia entre sus requerimientos y mis criterios. Si puedo y mi autor está vivo, trato de contactarlo y trabajar con él. Trato de lograr un equilibrio racional entre la utilización de localismos imprescindibles para respetar al autor lo más posible y evitar el abuso innecesario de expresiones y usos de difícil acceso a otros lectores hispanohablantes, pero cuidando de que mi propuesta no resulte un español neutro y artificial carente de vida, de realidad y de color. Creo que este es el mayor reto que enfrentan los traductores latinoamericanos, habida cuenta de la legitimidad por un lado y de la variedad dialectal por otro del llamado español “americano”, en comparación con el castellano “ibérico”. No es un equilibrio en lo absoluto fácil de lograr, y menos fácil todavía de que otros lo acepten.

- ¿Cuáles son los obstáculos o dificultades más frecuentes en el desarrollo de su tarea?
- El escaso reconocimiento que todavía tiene la profesión y el desconocimiento que aún persiste entre las personas que la juzgan. Tampoco está valorada ni pagada en consonancia con los conocimientos que debe tener un buen traductor para realizar su tarea con profesionalismo.

- ¿Cuál fue la mejor traducción literaria que hizo y por qué?
- La traducción del Cahier d'un retour au pays natal, de Aimé Césaire, tanto por las dificultades del poema como por la talla del autor. También me gusta bastante la traducción de Eloges, de Saint John Perse y la de algunas novelas brasileñas.

- ¿Cuáles fueron, a su juicio, las ponencias más novedosas y significativas del IX Simposio de Traducción Literaria 2007?
- El Simposio abordó un abanico muy amplio de temas y no sería posible establecer comparaciones. El taller de poesía que animó el profesor Andrés Erenhaus, sobre la traducción de un Soneto de Shakespeare, se destacó por su novedad y por la entusiasta participación de todos los asistentes.

- ¿Hace cuanto tiempo que se otorga el Premio de Traducción Literaria “José Rodriguez Feo”? ¿Cuáles son las expectativas para la edición de este año?
- Este Premio se otorga cada dos años, desde hace dieciocho años. Casi siempre se ha destacado por la calidad de las obras presentadas, lo cual hace bastante ardua la tarea de los jurados y esperamos que en esta nueva edición a realizarse en 2008 se mantenga esa tradición.

- ¿Qué es lo mejor que le ocurrió como traductora?
- Este quehacer está lleno de buenos momentos y de grandes sustos y retos, pero recuerdo siempre con particular emoción cuando recibí la distinción “Por la Cultura Nacional” de manos del Ministro de Cultura de Cuba. No por mí, ni por un sentimiento individual, sino porque la considero una distinción de reconocimiento a la labor del traductor cubano como un creador que aporta a la cultura de su país en un mismo pie de igualdad que otros creadores. También fue para mí un momento de particular emoción la primera vez que me paré frente a los alumnos a enseñarles interpretación, con la esperanza de que esta profesión llegara a ser para ellos lo que ha sido y es para mí.

“El mundo de la literatura sería infinitamente pequeño sin traductores”

La Licenciada en Letras Soledad Machado aborda en esta entrevista concedida a Contacto la relación entre traducción y literatura: sus alcances, prejuicios, fidelidades y reconocimientos, desde una perspectiva interdisciplinaria.
Machado nació en Buenos Aires, es autora y docente, y a la hora de mencionar los idiomas con los que se maneja, además del español, resume: “inglés, alemán, francés y algo de italiano, en ese orden”.
Publicó el libro de poemas Con voz Sin vos (2002, Ed. De los cuatro vientos), fue galardonada con el segundo premio en el V Certamen Nacional de Poesía, y parte de su obra se editó en antologías tanto en la Argentina como en España.

- ¿Cómo influyen los traductores en la literatura?
- Los traductores son un eslabón indispensable en la cadena de la literatura. No podría haber literatura sin ellos, pero también al traducir les es imposible no cambiar el texto.
Los traductores son un tema central en el ámbito literario porque ellos son quienes hacen posible que un texto crezca y llegue a otras culturas, otras lenguas, otras mentes, a distintos lugares del mundo, y lo que llega no es el texto original sino una modificación que trata de ser lo más fiel posible. En cierta forma los traductores crean los textos, los hacen nuevamente. Adquirir una lengua no es sólo adquirir un lenguaje, sino también adquirir una cultura, una manera de pensar y de ser, y resulta imposible que el texto no tenga cambios. En definitiva, no hay forma de prescindir de los traductores y su ardua labor.

- ¿Los traductores hacen otra versión de la obra?
- Sí, las traducciones son nuevas versiones, pero al mismo tiempo son la primera versión en cada uno de los idiomas. Para traducir se pueden tener en cuenta muchos parámetros, como por ejemplo, respetar la idea general o la rima en un poema. Cada traductor, según su preferencia o su compendio de conocimientos e ideología, elegirá hacer una cosa u otra. Esas elecciones del traductor, son las que crean nuevos textos.
Se podrían comparar las traducciones literarias con las variaciones en música. El traductor es aquel que introduce las variaciones, y esto nos lleva a pensar en la inmensa responsabilidad que implica, porque de cada traductor depende tanto crear nuevas versiones como desnaturalizar un buen texto.

- ¿Alguna vez leyó la misma obra en otros idiomas y en español y encontró diferencias de significado?
- Claro, es increíble como puede variar una obra de Heinrich Heine (N. de la R.: poeta, periodista y ensayista alemán) pasada al inglés, y ni hablar de los cambios que sufre al ser traducida al castellano. Yo sostengo que cada autor debe ser leído en su lengua original, porque en una traducción se transmiten mucho más que palabras. Al pasarse a otra lengua, muchas veces los textos pierden su musicalidad, su esencia, su vida. Por eso hay que dominar muy bien una lengua para traducir una obra literaria, y de ahí la importancia que tiene la buena preparación de un traductor.

- ¿Cree que en la literatura se les otorga a los traductores el lugar que deberían ocupar?
- Dentro del campo literario es muy difícil que alguien valore ese arduo trabajo. Por lo general, o se los ignora porque ni siquiera se está al tanto de que los textos son escritos en otros idiomas y se traducen, o se los maltrata, exigiéndoles resultados imposibles. La labor del traductor es poco valorada: ellos hacen mucho y no son lo suficientemente reconocidos. El mundo de la literatura sería infinitamente pequeño sin traductores; todos tendríamos que saber todos los idiomas si quisiéramos disfrutar de buenos autores, los libros no tendrían el valor que tienen, y no existirían los clásicos universales. Si uno se pone a pensar, es muy poca la paga y el reconocimiento que reciben los que traducen.

- Cuando le da material a sus alumnos, ¿toma en cuenta la traducción de una obra?

- Es indispensable que la traducción sea buena. Dentro del mercado de los libros existen editoriales que se caracterizan por tener las mejores traducciones, como Cátedra o Gredos. Uno sabe que esos son libros “de calidad”, porque las traducciones tratan de ser lo más fieles posible. La fidelidad de una traducción es el máximo valor que existe dentro del campo de la literatura.

- ¿Son útiles las notas del traductor, o es mejor que se refleje la idea dentro del material?
- Yo prefiero mil veces las notas. Si se debe aclarar algo, se debe hacer al pie, pero jamás modificar tan drásticamente las palabras del autor. Hay que respetar la obra por sobre todas las cosas. Hay que ser muy erudito y además muy cauteloso porque no corresponde modificar un texto por una decisión personal, por más fuentes y autorizaciones que se tengan.

- En el momento de comprar un libro, ¿se fija en la traducción?
- ¡Claro! Mis amigos se ríen mucho de mí porque soy obsesiva con eso. Y por lo general prefiero las versiones bilingües, así puedo tener el original y hacer mi propia traducción, aunque también confío en las buenas traducciones y las valoro mucho. A medida que pasa el tiempo uno va conociendo tanto a los autores como a los traductores, y elige el texto según quien lo traduzca. Para mí, el traductor es fundamental a la hora de elegir una obra, porque estoy confiando en que alguien me está transmitiendo lo mejor posible algo tan importante como son los pensamientos de un autor.

- ¿Trabajó en algún momento de manera conjunta con algún traductor literario?
- No, no he trabajado con traductores. Lo intenté en una época, pero la profesora que me guiaba pensaba que yo me ajustaba mucho al texto, que no debía seguir la traducción tan literalmente. Me pedía que modificara la estructura de las frases, que cambiara el texto, y yo me negaba. La verdad es que me sentía profanando algo sagrado. ¿Quién era yo para poner mis palabras en un texto de E. T. A. Hoffmann (N. de la R.: escritor y compositor alemán)? ¡Nadie! Por eso respeto mucho a los traductores y me parece que tienen el valor que yo no tengo. Ellos se animan a trabajar con objetos con los que yo jamás podría.

- ¿Le interesaría intentarlo?
- Sí, me interesaría trabajar con un traductor con el cual pudiera entenderme. Quizás yo podría aportar conocimientos basados en el contexto histórico de una obra, en el autor, cosas que también son importantes al traducir un texto. Y el traductor aportaría su conocimiento de la lengua. Sería muy positivo poder juntar los dos campos, sobre todo por lo mucho que podría lograrse: versiones más contextualizadas y más fieles. Sería una buena experiencia…

“Se lucra con los afectos del traductor”

Su segundo nombre –Bernardita– es marca registrada para los traductores y su prestigio profesional trasciende las fronteras. En una entrevista exclusiva para Contacto, Mariotto se refiere a la tecnología, el futuro y la falta de reconocimiento hacia nuestra tarea.

– ¿Cuándo y por qué decidió dedicarse a la traducción y a la docencia?
– A la traducción, desde muy chica, por placer, aun sin entender los procesos de traducción necesarios para lograr un trabajo decente y, a la docencia, desde que era adolescente. En esa época enseñaba inglés. Cuando me gradué como traductora pública, empecé a enseñar traducción casi inmediatamente en los ámbitos privado y universitario.

– Entre los campos de especialización en los que desarrolla su trabajo, ¿cuál es el que prefiere y por qué?
– Derecho, turismo, ciencias sociales, medio ambiente, medicina, técnica. Derecho, porque es el campo en el que nos formamos con más profundidad y amplitud quienes estudiamos en la UBA. Es el que aprendí más sistematizadamente y con la guía docente; quizás estas circunstancias hayan contribuido a mi gusto por él. Turismo, ciencias sociales y medio ambiente son campos fascinantes para trabajar en traducción; se necesita una buena pluma porque exigen creatividad en mayor medida que las áreas técnicas y las ciencias duras. Es como si uno pudiera volar con más libertad. Medicina es un área en la que empecé a trabajar simultáneamente con la cursada de la carrera, de manera que es un campo muy conocido, si bien no tengo la misma experiencia en todos los temas. La traducción técnica llegó a mi vida profesional bastante más tarde que las otras y por razones estrictamente laborales. Tuve la oportunidad de ingresar en el mundo de las patentes y ahí empecé. No es el campo que más placer me da, pero tampoco me disgusta. Traduzco también en otros campos, pero con menor intensidad.
Además, mi tema, el de la traducción de derecho contractual, en el que me especializo hace ya más de 10 años. El producto de esa línea son mis cuatro libros de contratos traducidos.

– Esos cuatro libros, ¿fueron iniciativas personales o libros para los que fue convocada?
– Iniciativas personales. ContratosFormularios I y II, publicados en 1991 y 1996 por Abeledo-Perrot y LexisNexis respectivamente y, Traducciones de contratos Tomos I y II, que son ampliación y actualización de los anteriores. El Tomo I salió a la venta en abril del 2006, y el Tomo II acaba de salir. Los dos son ediciones de autor.

– ¿Qué elementos positivos y negativos tienen los avances tecnológicos para el desarrollo de su tarea?
– Positivos, todos los que aceleran el proceso de traducción sin perder calidad en el camino. Hay un antes y un después de los programas de memorias de traducción, por ejemplo, y este es el avance por antonomasia. Negativos, la posibilidad de explotar económicamente al traductor que los usa no pagándole las palabras repetidas y reduciendo el precio de las coincidencias. Es una perversión porque todo buen traductor –y todo cliente, aunque lo discuta– sabe que cuando la memoria muestra coincidencias, no se puede dejar de verificar si esas coincidencias se pueden insertar automáticamente en el nuevo contexto. En determinadas situaciones, sí; el problema es que la reducción del precio de la traducción no se aplica sólo a los documentos en los que se puede confiar en las coincidencias, sino que se generaliza y se descuenta el precio de palabras y frases sueltas que pueden o no coincidir realmente. Esto demuestra desconocimiento del proceso traductor, aunque sólo en algunos casos porque, como señalé, muchos clientes lo conocen; de hecho, muchos dueños de agencias de traducción son traductores.

– En función de la pregunta anterior, ¿cómo imagina el futuro de los traductores?
– Negro, si no peleamos por nuestro reconocimiento social como profesionales que somos.

– ¿Considera que existen muchas injusticias respecto del reconocimiento profesional de los traductores?
– Nuestra profesión no tiene un reconocimiento social justo y, mucho menos, económico. El traductor es un personaje prácticamente ninguneado en muchos ámbitos en los que es imprescindible, por ejemplo, las editoriales. Sin traducción, se publicarían muchos menos libros. Una editorial que no publique material traducido no existe. Sin embargo, es una convención que al traductor se le paguen tarifas miserables. Pero, al mismo tiempo, hay legiones de traductores que quieren trabajar en lo suyo, en lo que aman, y se avienen a firmar contratos leoninos aun conociendo el perjuicio del que son víctimas. Se lucra con los afectos del traductor, que está feliz con solo ver su nombre en el lugar que le corresponde. También se paga miserablemente el subtitulado de películas, como si no fuera imprescindible. El traductor nunca es llamado a participar en debates lingüísticos ni en circunstancias en las que la traducción merece un análisis particular.

– ¿Cuáles son las características de la retrotraducción?
– La retrotraducción tiene mala prensa, muchos detractores. Sin embargo, creo que es un buen método para detectar errores de vocabulario y terminología y de estructuras, lo que lleva a errores de sentido. Si se pretende volver al original exacto, la retrotraducción no es el camino adecuado; quizás sea esta la razón por la cual este procedimiento no se valora en su justa medida. Es un buen método para corregir traducción, tanto propia como ajena.

– ¿Cuál es la situación laboral más difícil que le tocó resolver?
– Hacer docencia para los correctores que no tienen buen nivel de lenguas ni de traducción y corrigen según lo que les suena. Esto me obliga a rechazar muchas de las correcciones y a explicar por qué. En realidad, la situación debería ser al revés, el corrector debería justificar sus correcciones. Es una situación difícil porque, como dije, hago docencia, pero el caso es que no estoy frente a un alumno sino a alguien que supuestamente tiene autoridad para corregirme.

– En diversos ámbitos se debate la incidencia del lenguaje con respecto al racismo, la xenofobia, los estereotipos de género y la discriminación en general. ¿Qué opinión tiene al respecto?
– Que habría que enseñar nuestra lengua para no tener que defenderla en situaciones ridículas como las que plantea el famoso lenguaje sexista, tan de moda en estos tiempos. Se me paran los pelos cuando oigo porteños y porteñas, reunión de padres y madres (en el colegio), mis hermanos y hermanas y yo somos los hijos y las hijas de nuestro padre y nuestra madre (porque decir de nuestros padres y nuestras madres sería confuso) y ejemplos similares. Si quienes hablan de esa manera conocieran nuestro idioma, sabrían cuándo especificar y cuándo no. Por otro lado, me parece que cargar las tintas de la discriminación en el uso del lenguaje es patear la pelota para afuera, es desviar la atención de los verdaderos focos discriminadores. No creo que la situación cambie un ápice con la ayuda del nuevo lenguaje no sexista.

– ¿Cuál es el nivel de los traductores argentinos en el marco de la región latinoamericana?
– Alto, al menos en lo que a la franja de graduados se refiere. Podría ser mucho más alto teniendo en cuenta la cantidad de claustros en los que se enseña la carrera. En América Latina y Estados Unidos tenemos muy buen nombre y la calidad de nuestra traducción es muy apreciada.

– ¿Cuáles son las principales sugerencias –para el desempeño de la profesión– que les transmite a sus alumnos?
– En principio, les exijo investigar y prepararse para la clase. Eso ya les muestra un panorama de lo que implica traducir, el tiempo que insume, el tipo de investigación que se necesita para los diversos temas, las búsquedas en fuentes variadas, en fin, diversas facetas de la tarea. Después los hago responsables de su trabajo, los hago pensar en los aciertos y les enseño a solucionar los errores. Por último, las sugerencias solo son sobre relaciones laborales, trato con el cliente, valoración del trabajo y la relación comercial, y los demás aspectos que trascienden la técnica de trabajo porque después de traducir todo un año, no necesitan sugerencias ni indicaciones, viven la realidad en carne propia.

“Las herramientas tecnológicas jamás reemplazarán al traductor”

Alicia María Zorrilla -Presidenta y Directora Académica de la Fundación Instituto Superior de Estudios Lingüísticos y Literarios Litterae (www.fundlitterae.org.ar)- es Doctora en Letras, Licenciada en Filosofía y Letras, Miembro de Número de la Academia Argentina de Letras, autora, catedrática, docente e investigadora, de gran prestigio y reconocimiento tanto en la Argentina como en el exterior.
En una entrevista exclusiva realizada por la editora de Contacto, la Dra. Zorrilla señala que “por la palabra, traducimos nuestra alma y recibimos la de los demás”.


— ¿Cuáles son los mayores logros que ha tenido la Fundación Litterae en estos veinte años?
— Uno de los mayores logros consiste en poder formar a los demás, poder servirlos con nuestros conocimientos. Trabajamos fuertemente para ello. Ningún hacer es estéril cuando se obra con la verdad. El otro, en conocer a tantas personas que confían en nosotros y se inscriben en nuestros cursos y en nuestra carrera, pues demuestran que, a pesar de ser profesionales, pueden seguir estudiando por vocación. Como bien decía la escritora mexicana sor Juana Inés de la Cruz, sólo cansa el saber por oficio. Y éste no lo es; sin duda, quieren saber por voluntad y por amor. Cuando se entiende que las palabras son dones sagrados que nos hacen hombres, nos consagramos a ellas sin medir el tiempo. Y así lo vivimos con nuestros alumnos. El aprendizaje es continuo; las enseñanzas, mutuas; y su sabiduría reside en que no se cansan de preguntar. Llegan cautivos de las dudas, pero no se rinden. Su objetivo es liberarse de la mediocridad de expresarse mal.

— Usted ha mencionado en diversas oportunidades la necesidad de fundar una ética del lenguaje. ¿Cómo influyen en este aspecto los medios de comunicación, que -en general- no se destacan por el cuidado del idioma?
— El día en que los medios de comunicación entiendan que su labor es docente y que deben poner atención en cómo comunican los mensajes, los que escuchamos radio y televisión, o leemos diarios y revistas nos sentiremos respetados. El respeto es un bien moral. Hablar y escribir bien son buenos compañeros de camino; no vive uno sin el otro; no puede vivir uno sin el otro. Ser versados en el error significa conformarse con ser mediocres. De cualquier modo, debo decir que algunos medios de comunicación se interesan por el buen uso del idioma. También deberían cuidarse los mensajes que aparecen en las páginas electrónicas. No hace mucho leí en una de ellas: «Vendo: Traductoras portugués, inglés y alemán para español y español para portugués». Así expresada, esta oración puede tener más de un significado. Los comentarios sobran.

—¿Considera que el sentido profundo de los términos se puede encontrar en la etimología?
— La verdad de cada palabra está en su etimología. El vocablo científico «clon» proviene del griego y denota ‘retoño’; «hermano» proviene del latín germanus, y esta voz, de germen, ‘vástago, renuevo’. El verbo «insistir» significa ‘detenerse en’. El sustantivo «marfil» proviene del árabe y significa ‘hueso de elefante’. Desde mi punto de vista, la etimología es la poesía de las palabras, el umbral de su encantamiento.

— Usted suele postular referencias religiosas cuando habla de su tarea. ¿Le atribuye un carácter sagrado a la palabra?
— Por supuesto. «Palabra» proviene del griego parábola, ‘comparación’. Cristo se expresaba mediante parábolas. Lo sagrado de la palabra reside en que es digna de respeto, y respeto es consideración, cuidado. Por la palabra, traducimos nuestra alma y recibimos la de los demás. Por la palabra, compartimos la vida.

—¿Cuál ha sido su mayor aporte desde que fue designada como miembro de la Academia Argentina de Letras?
— No dejar de trabajar un solo día, y estudiar siempre. Además, formo parte de la comisión interacadémica para la preparación de la Nueva gramática de la lengua española, que se publicará en 2009, con colegas que representan a otras Academias hispanoamericanas y a la Real Academia Española, y, desde el 26 de abril de 2007, desempeño el cargo de Secretaria general de la Corporación, es decir, formo parte de su Mesa Directiva.

— Después de haber estudiado tanto la obra de Jorge Luis Borges, ¿qué es lo que sigue descubriendo en sus libros?
— Sigo confirmando lo que nuestro escritor siempre decía: tanto el libro como la arena son infinitos. A Borges no se lo puede leer una vez, y cada lectura nos entrega nuevos significados y nos regala el inmenso placer de pensar. El contenido de cada uno de sus libros es infinito. Más aún, descubrí que detrás de todos sus libros se escondía otro que él hubiera querido escribir y publicar: el de sus sentencias. Recuerdo ésta: «Cada hombre tiene su cara única, y con él mueren miles de circunstancias, miles de recuerdos». ¿Habrá muerto sin darse cuenta de que, en realidad, lo había escrito?

— ¿Actualmente coordina equipos de investigación? ¿Acerca de qué temas?
— Con un equipo de traductores y licenciados en Letras, coordino la composición de un Diccionario sintáctico del español de la Argentina y, con un equipo de correctores, la del Diccionario de errores de la prensa argentina.

— ¿Considera que el trabajo de los traductores está suficientemente reconocido?
— Los traductores argentinos tienen gran prestigio en el mundo. Sus pares los elogian mucho. Creo que, en nuestro país, se los respeta intelectualmente, pero no siempre se comprende la dimensión de su trabajo para el que no son suficientes los diccionarios. Trato de apoyarlos siempre para que se dignifique su profesión.

— ¿Cómo imagina el futuro de los traductores, en relación con las herramientas tecnológicas?
— Las herramientas tecnológicas jamás reemplazarán al traductor. Son sólo herramientas, es decir, cosas. La traducción propiamente dicha requiere hasta el ritmo de la sangre. Sin pasión, sin conocimientos, sin tradición, sin entrega humana no hay traducción auténtica, porque la traducción es un arte, y, para que lo sea, Dios le ha revelado al hombre la belleza.

“Los traductores vivimos discerniendo y en dilemas permanentes”

El traductor científico y literario Leandro Wolfson, se refiere en esta entrevista exclusiva para Contacto al placer de la tarea que desarrolla, sus satisfacciones como docente y las herramientas tecnológicas que utiliza, entre otros temas. Con rigor profesional —no exento de sentido del humor— Wolfson alude a sus traducciones de James Strachey (que tradujo al inglés la obra de Sigmund Freud) y de Walt Whitman.

— ¿En qué consiste para usted el placer de traducir?
— En “el placer de traducir” –me he identificado con esta fórmula, al punto de que llamo así a mis talleres y así titulé mi libro– confluyen una cantidad de aspectos o goces parciales. Voy a enumerarlos: 1) El goce del aprendizaje. Como toda profesión bien encarada, la del traductor es un curso de educación permanente, ya que es muy improbable que un texto no nos enseñe nada nuevo. No es, pues, un goce específico del traducir, sino compartido con todas las ramas del conocimiento. Exige una cierta humildad, y esto en sí mismo es también un aprendizaje. 2) La pasión de un detective. La dilucidación de los enigmas que presentan los textos, hasta desmenuzarlos en su íntima trama, tiene el mismo sabor que nos dan las buenas novelas policiales. 3) La recreación. La reverbalización interna del discurso original, una vez desvestido de su forma, nos da ocasión para palpar la magnificencia de nuestro mundo idiomático interno, invisible pero real, del cual salen, como el genio de la lámpara de Aladino, las palabras que invocamos. ¡La alegría inmensa de saber que las teníamos, y que al conjuro mágico despertaron! 4) La belleza de la fidelidad. Según Milan Kundera, en esto radica el regocijo de nuestra labor artesanal: vehiculizar la palabra del autor con la mayor fidelidad posible. La hermosa praxis de utilizar únicamente la libertad necesaria –pero utilizar, sí, la necesaria–. 5) Reconocerse. Donde al principio no había nada en el papel, después de traducir hay un texto que nos pertenece, por más que sea réplica o simulación de uno ajeno. Es bueno que el traductor valorice esa creación propia que, si bien le fue sugerida por el autor, sólo él ha concretado de ese modo. 6) Nuestro papel en la cadena comunicativa. Finalmente, la última dicha que depara el traducir tiene que ver con su función en la cultura y en la relación entre los seres humanos. El traductor sabe que cumple un papel indispensable, se sabe parte de una antigua cadena de transmisión de las creaciones culturales.

— ¿Qué objetivos impulsa en sus talleres de perfeccionamiento?
— El primero es ubicar al participante frente a la tarea circunstancial (la traducción de cada texto) y a la profesión en general. Señalarle los placeres que depara (los que acabamos de ver) y también marcarle sus exigencias y demandas. Quiero que, más allá de los motivos por los cuales una persona se acercó a mis talleres o clases individuales, se vaya con una idea más clara: a) de lo que significa traducir, y b) de si es eso lo que le gusta hacer. Algunos, después de un par de clases, se dan cuenta de que no es para ellos. Otros, por el contrario, descubren un mundo nuevo que no conocían o que les habían mostrado mal.
Por supuesto, mis talleres son complementarios de las escuelas de traducción y jamás pretenden reemplazarlas. Tengo conciencia de la importancia de que un alumno siga cursos regulares en una institución y de que se le impartan todos los conocimientos necesarios. Mis talleres, como vos decís, son sólo de “perfeccionamiento” o de “práctica de la traducción”.
Pero precisamente como son extracurriculares y no se rinde examen, siento que ofrecen (por ejemplo) un espacio de más libertad que las escuelas de traducción para equivocarse, que es la vía regia hacia el aprendizaje. También me interesa elogiar, valorizar y estimular. Para una persona que recién se inicia en esta actividad, la confianza en sí misma y en su propio saber idiomático es esencial. En realidad, lo es también para el veterano: traducimos bien, entre otras cosas, cuando sabemos que traducimos bien. Me esfuerzo mucho por que mis eventuales alumnos (que también son mis profesores, porque toda enseñanza es un enseñaje) tomen conciencia de su propio dominio idiomático, sus falencias y sus hallazgos personales, sus limitaciones y sus méritos. En lo que atañe a la lengua extranjera, pongo mucho énfasis en la manera individual de comprender o de no comprender, en las lagunas, la ignorancia de la propia ignorancia, los tics, las inercias, los mecanismos inconscientes que perjudican la lectocomprensión. En lo tocante a la lengua natal, me interesa destacar la variedad de recursos expresivos que a veces no utilizamos porque no sabemos que tenemos.

— ¿Cuáles son las mayores satisfacciones que logró como docente?
— Hay una satisfacción egoísta y otra generosa. La primera se produce cuando los alumnos vuelven al año siguiente, o al otro, o recomiendan mis talleres a otras personas. La segunda es la satisfacción de ser útil, y a veces, como ya dije, esto significa que el alumno se da cuenta de que la traducción no es para él y no vuelve nunca más. Pero uno siente que cumplió con su deber. Por otro lado, cuando uno siente que el alumno o el grupo tiene empatía con uno, piensa como uno en esta cuestión tan delicada, tan íntima, como lo es el lenguaje, hay un goce permanente, clase tras clase. Tendríamos que agregarlo a los “placeres” de traducir que enumeramos antes, sólo que en este caso es el placer de enseñar a traducir, o, mejor dicho, de compartir el traducir.

— Teniendo en cuenta que gran parte del tiempo se destina al trabajo, ¿considera que existe la posibilidad de reflexionar profundamente acerca de nuestra profesión? En su caso, ¿qué aspectos recurrentes lo desvelan más?
— En muchas profesiones, o en la mayoría, se dedica gran parte del tiempo al trabajo, pero eso no significa que no queden ratos para reflexionar. De lo contrario, nos convertiríamos en robots o en traductores mecánicos. Por suerte, la traducción presenta gran cantidad de aspectos debatibles o charlables, como lo demuestra la gran cantidad de revistas y foros virtuales que hay en la actualidad, donde se discute a mansalva sobre un montón de cosas. Yo he aprovechado algunos de los aspectos más recurrentes o interesantes –y quiero aclarar que no me “desvelan”, simplemente me atraen– como tema de gran parte de mis artículos. Para resumir estos temas, acudo al índice de mi libro (son 35 artículos) y veo: las maneras de encarar la traducción poética; los análisis de traducciones comparadas; las particularidades de la traducción de títulos periodísticos, de canciones, del humor, del lenguaje informal o vulgar; el formidable problema de los regionalismos castellanos; las cuestiones que plantea la enseñanza de la traducción; la definición de traducción y otras divagaciones teóricas; la importancia de la situación comunicativa y de los sobrentendidos; la revisión pragmática y la didáctica; cuestiones profesionales y vocacionales, en especial la orientación que nos piden los principiantes.

— ¿Con qué programas y herramientas trabaja? ¿Cuál es el límite tecnológico en el que las ventajas se pueden transformar en desventajas?
— No se lo cuenten a nadie, pero yo trabajo únicamente con el MS Word 2003, el Adobe Acrobat, mis diccionarios impresos (los llamo "mis amantes de papel") o en CD (mis amantes electrónicos, y perdón por reincidir en lo erótico, pero creo, como Freud, que la libido está muy presente en estas cosas), Internet (¡Google, sos una diosa!), y punto. Si Nicolás Delucchi no me castiga por ello, voy a confesar que todavía no aprendí bien el Trados. Y hablando de Roma –otra vez: cuidado con Delucchi–… he comprobado que el Trados, el SDLX, el Wordfast y otros programas de memorias de traducción, herramientas maravillosas si se las usa con recato, suelen arruinar muchas mentes. ¿Para qué voy a recurrir a mi dominio de la lengua y mi creatividad, si la memoria me lo da todo en bandeja? Ya dije que la confianza en uno mismo es fundamental para el traductor; si la reemplazamos por la confianza total en la memoria informática, estamos listos. Una de mis veleidades en los últimos tiempos ha sido revisar la memoria Trados de algunos clientes de la agencia con la que trabajo, y (además de aprender mucho de mis predecesores) mostrar cómo algunas cosas se hubieran podido traducir mejor si no se confiaba tanto en el dios Trados. Por otro lado, he notado que muchos traductores que hacen cursos de Trados (recomiendo los de Delucchi) no saben hacer macros con el Word, ni conocen la herramienta “Autotexto”, que es no menos maravillosa (me permitió duplicar en poco tiempo mi velocidad de traducción, o sea, mis ingresos), ni otras cuantas cosas que el Word ofrece a quien quiera tomarlas.

— ¿Las traducciones comparadas amplían el dilema en cuanto al camino elegido, o ayudan a descartar vertientes erróneas?
— “Dilema”: ¡qué palabra clave! La voy a poner en mi pizarra bien arriba, junto a “Discernir”. Es que los traductores vivimos discerniendo y en dilemas permanentes. Si no, te recomiendo este ejercicio de autoconciencia: tomá una oración extranjera cualquiera, no demasiado fácil, prepará una hoja, y anotá todas las versiones que se te van ocurriendo –incluidas las variantes más infinitesimales– hasta que llegás a la revisión final. Yo lo hice en varios artículos y ahí están para atormentar a los lectores. Por ejemplo, “El jardín de palabras que se bifurcan”, sobre un poema de Dylan Thomas. El dilema, en traducción, se amplía SIEMPRE. Es un pozo sin fondo. Después de haber trabajado un texto con cien alumnos, llega el alumno 101 con una versión diferente de la que vos entronizaste, y ¡zas! otra vez se instala el dilema. Claro, siempre hay, también, “vertientes erróneas”… o lo que nos parece tal. ¡Menos mal! Si no fuera así, tendríamos la misma sensación de Sísifo, de que la tortura no se acaba nunca… No, por suerte, cada tanto nuestras traducciones, y las ajenas, nos encantan.

— ¿Cuáles son las reivindicaciones profesionales más necesarias que se deberían conseguir?
— El derecho de traductor, equivalente al derecho de autor (un porcentaje menor, claro; en algunos países creo que es la mitad), para todas las obras que se pueden reimprimir y que a veces rinden a los publishers ganancias muy grandes, mientras que el traductor cobra una suma fija que no está en relación con esas ganancias. Y me parece que también habría que dejar en claro que el traductor no es un diseñador gráfico; muchos clientes quieren colaboradores sabelotodos, que les ahorren costos. La consecuencia es que los traductores se ven obligados a aprender lo que no corresponde a su tarea específica, y descuidan la formación y el perfeccionamiento en lo que sí deben saber.

— ¿Cuál es su criterio de trabajo ante las variantes regionales del castellano?
— Es imposible establecer un criterio único: uno debe amoldarse a las necesidades y/o exigencias del cliente. Ya varios colegas se han expedido sobre la imposibilidad del castellano “neutro” (salvo en ciertos campos científico-técnicos) y no voy a abundar, pero en la práctica las susodichas exigencias nos obligan a: a) ante todo, tomar cada vez mayor conciencia de las variantes regionales propias (los argentinismos, en nuestro caso); b) conocer las del público al que apunta la traducción mayoritariamente; c) informarse de los términos más generalizados entre los hispanohablantes –que no siempre son los de España– y practicar el reemplazo de los términos reunidos en a) por los reunidos en c), cuando no nos obligan a poner los de b); d) por último, si el cliente nos exige que seamos B, siendo que somos A, sugerirle que se busque un traductor del país B; y e) si el cliente quiere llegar a todos los hispanohablantes pero no quiere dejar de usar los términos del país B, sugerirle que se dedique a otra cosa.

— Dentro del mercado editorial, ¿la valoración del traductor depende del prestigio del autor al que se ha traducido?
— Inevitablemente influye. Hay traductores que hicieron comparativamente pocos trabajos, pero algunos los marcaron para toda la vida como “el traductor de X”. Y a otros traductores, que hicimos muchos trabajos, también nos conocen como “el traductor de X” o a lo sumo “de X y de Y”. Hay gente que sabe que yo traduje a Whitman. Y punto. Los otros doscientos libros que traduje no cuentan. Y hay gente que sabe que yo traduje a Strachey, del que todo el mundo sabe que tradujo al inglés a Freud. Y punto. Es la ley del rating. Por suerte, Whitman y Strachey hicieron muy bien sus respectivas obras, así que a mí me favorecieron muchísimo.

— ¿A qué traductores admira y por qué?
— Admiro y agradezco a todos los traductores de obras literarias alemanas, francesas, rusas, lusitanas e incluso anglosajonas que leí en mi infancia y adolescencia y que, sin yo saberlo, fueron gestando en mi interior una cierta cultura. No recuerdo sus nombres, y por supuesto jamás evalué sus traducciones (las leí, simplemente), pero tienen que haber sido buenas para haberme impresionado tanto. Aparte, en los últimos tiempos he expresado, en sendos artículos, mi admiración y gratitud por dos traductores a los que sí pude evaluar. Uno fue José Luis Etcheverry, traductor de Freud del alemán (puede consultarse el artículo respectivo, titulado “Ver cómo se traduce a Freud”, en la revista virtual 1611,
http://www.traduccionliteraria.org/1611/esc/modernidad/wolfson.htm). Lo admiré por su enorme cultura, su capacidad de trabajo para abordar una tarea descomunal, su espíritu crítico, su valentía para oponerse a lo tradicional, la perfecta conciencia de lo que le incumbía hacer con su autor, la autoconfianza para defender sus opiniones combinada con una enorme humildad, y por todo lo que pude aprender de él en nuestro trabajo común. La segunda fue Matilde Horne, argentina también, recientemente fallecida en España (ver mi nota “Desaparición de un modelo” en la Carta de la Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes [AATI] de agosto de 2008). La admiré por su elegancia idiomática, que no perdía ni siquiera con autores sumamente abstrusos, y por la cantidad de técnicas, estrategias y recursos traductivos que utilizaba espontáneamente. Era una traductora literaria nata, y tuve el singular placer de “corregir” varias traducciones científicas hechas por ella, con la consiguiente apertura mental que me produjo recibir esas lecciones.

— Usted participó como traductor en la edición de las obras completas de Sigmund Freud. Teniendo en cuenta que los psicólogos se han formado con esa bibliografía y que gran parte de la población argentina –comparativamente con otros países– hizo o hace terapia, ¿siente el peso de semejante responsabilidad?
— En el caso de Freud, la responsabilidad fue básicamente de Etcheverry. Mi labor consistió en 1) cotejar la versión de Etcheverry con la inglesa de Strachey y señalarle donde aparecían divergencias; casi siempre, cuando eso sucedía Etcheverry terminaba mostrándome en qué y por qué se había equivocado Strachey; 2) traducir las introducciones de Strachey a cada trabajo y sus abundantes notas al pie. Pero esto último no tiene tanta importancia para los terapeutas, en todo caso la tiene para los biógrafos, críticos o filósofos que estudian la obra de Freud. Con respecto al trabajo de Etcheverry, aunque no todos los psicólogos y psicoanalistas prefieren su versión a la anterior de López Ballesteros, yo creo que contribuyó muchísimo a esclarecer las ideas teóricas de Freud y a seguir mejor su evolución.

— Usted afirma que “nunca una traducción poética única dejará de parecer una traición”. ¿Cómo se hace para evitar este callejón sin salida?
— En efecto, lo es. Lo dije refiriéndome a la traducción de una poesía con métrica o rima regulares. Ello se debe a los distintos gustos de los lectores en materia poética. A muchos les molesta que uno se tome libertades semánticas para tratar de ajustarse a la métrica o de obtener versos rimados; otros, por el contrario, consideran que si el poema no tiene algo de la música del original, y se limita a reproducir las ideas, no es un poema. Es difícil alcanzar un equilibrio. Además, está el fenómeno de la distinta concisión de las lenguas. El inglés, por ejemplo, es mucho más conciso que el castellano o el francés; permite decir lo mismo con menos palabras o con palabras mucho más breves Por eso, al traducir un poema del inglés la única opción parece ser producir dos versiones, como mínimo: una que sólo rescate las ideas, sin importar la extensión ni la métrica, la rima o la acentuación interna de los versos (la música, en fin); y otra que rescate la música, aunque para ello deba prescindir de algunas ideas o palabras. En el caso del poema de Dylan Thomas al que me referí antes, propuse tres versiones: una prosificada, una con métrica pero sin rima y una tercera con métrica y rima.

— ¿Cuál es la mayor enseñanza que obtuvo al traducir los poemas de Walt Whitman?
— Debo hacer dos tipos de consideraciones separadas. Por un lado, esta tarea, que me llevó muchos años, me convenció del valor que tiene profundizar en un autor importante, en vez de desperdigarse superficialmente en decenas de autores. Cuando uno tiene que conocer a fondo a un pensador como Whitman, a la corta o a la larga termina ocupándose de todos los temas humanos esenciales. Es como hundir una sonda hasta el fondo mismo del océano humano, en vez de pasear en velero por pequeñas lagunas. O como treparse a un gran árbol cuyas raíces, allá abajo, se conectan con las de casi todos los demás árboles. Como experiencia de aprendizaje, no tiene precio. Es raro tener esta oportunidad, porque los traductores estamos siempre saltando de una laguna a otra, o de un charco a otro. La segunda cuestión se relaciona con lo que uno conservaría siempre igual y lo que quisiera corregir en una traducción propia. La primera edición de mi trabajo sobre Whitman fue en 1976 y se agotó en poco tiempo; recién en 2002 se presentó, en otra editorial, la oportunidad de reeditarla. Para eso, la revisé completamente y me di cuenta de que, en un 80%, digamos, estaba conforme con lo hecho antes, pero un 20% tenía que ser modificado. La proporción me alegró: sentí que 25 años atrás yo traducía bastante bien, pero vi la posibilidad de ser más fiel al autor en algunos versos, y los corregí en consecuencia.

“La globalización del conocimiento a través de Internet genera la impresión de que todo está a nuestro alcance”

El prestigioso abogado y traductor público en inglés Ricardo Chiesa, señala en esta entrevista exclusiva de Contacto que se debería “instalar el contrato escrito de traducción, aun en una versión reducida o sintética, como práctica sistemática en nuestras relaciones con los clientes”. Dedicado exclusivamente a la traducción jurídica desde 1996, Chiesa considera al traductor como un “mediador cultural” y sostiene que en algunos casos habría que revisar “el cálculo de honorarios sobre la base del número de palabras o páginas traducidas”.

— ¿Por qué motivos y en qué momentos de su vida decidió ser abogado y traductor público?
— Emprendí primero la carrera de abogacía en la UBA, en 1979. Acababa de terminar la escuela secundaria y, con diecisiete años, sólo tenía claro que quería dar un marco formativo y académico a ideales y objetivos más o menos difusos pero genuinos: la lucha por un orden más justo, la comprensión y el mejoramiento de ciertos estándares y sistemas que rigen la vida social, personal, cívica. Pero había también otra vocación muy clara, la de formarme y trabajar en algún aspecto de la comunicación. Para entonces, había estudiado inglés muchos años, y en 1980 comencé estudios de italiano, que se prolongarían por casi diez años. El acceso a la realidad y al mundo del conocimiento a través de dos o más lenguas enriquece tanto las perspectivas de análisis y de apreciación de todo lo que nos rodea que decidí que necesitaba “algo más”. No tenía muy claro cómo enlazar estas dos inquietudes, hasta que hacia fines de mi primer año en la carrera de abogacía, me interioricé del plan de estudios de lo que entonces era la “Escuela de Traductores Públicos”, también en la Facultad de Derecho de la UBA. Intuí que la carrera de traductorado en inglés, aun con las falencias que tenía a principios de los años 80, sintetizaba ese desafío: el de la comprensión y significación de sistemas jurídicos distintos, que a su vez expresan visiones del mundo sustentadas en la lenta construcción de cada cultura, y el tendido de puentes entre uno y otro, concretamente a través de una actividad intelectiva que necesariamente se plasma en actividad textual, esto es, la traducción. Así que no lo dudé y volví a rendir el examen de ingreso en 1980 (era la época de los exámenes de admisión y los lamentables cupos en todas las disciplinas), y así me integré a la carrera de traductorado. Cursé ambas carreras en forma paralela, y obtuve los dos títulos con dos meses de diferencia, en 1985. Ya en el desempeño profesional, ejercí la abogacía unos diez años, pero el trabajo de traducción y el de investigación en distintas áreas traductológicas siempre ocuparon un lugar más preponderante en mi actividad. Desde 1996, estoy dedicado exclusivamente a la traducción jurídica.

— ¿Resulta imprescindible ser abogado para lograr un nivel de excelencia y especialización en la traducción de textos jurídicos?
— De ninguna manera. La formación como abogado aporta, sin dudas, una visión, un “sentido jurídico”, que permiten apreciar los distintos fenómenos jurídicos (la norma, las decisiones judiciales, los sistemas mismos, los productos textuales, etc.) con un espíritu crítico e integrador. Pero esta no es una condición ni necesaria ni suficiente para ser un buen traductor de textos jurídicos. Los objetivos son distintos. El abogado se forma como tal para desempeñarse —en principio, en el marco de sólo un sistema jurídico determinado— en actividades propias de esta incumbencia profesional, como pueden ser la provisión de asesoramiento jurídico, la intervención en el litigio en representación de las partes, la preparación y redacción de textos jurídicos, y eventualmente las actividades que requieren esta formación, como la carrera judicial, el trabajo en el Ministerio Público... Por su parte, el traductor jurídico es un mediador cultural entre dos o más actores pertenecientes a culturas jurídicas distintas, y el producto de su trabajo de mediación (siempre en lo que concierne estrictamente al traductor y no, al intérprete), es un texto escrito que se deriva de otro. Así, el eje del trabajo del traductor no es un conflicto, ni una consulta, ni el establecimiento de una norma, ni la crítica de un sistema. Su eje de trabajo es un texto. Y es el texto lo que opera como disparador de necesidades en el proceso de lecto-comprensión y en el proceso traductivo propiamente dicho. Estas necesidades son muchas y variadas: la indagación en el marco cultural en el que está insertado el texto de origen y aquel al que va destinada la traducción; la resolución de todos los problemas conceptuales que pueda plantear el texto, que, a su vez, muchas veces se van a revelar como problemas terminológicos o fraseológicos; la decisión acerca de intervenir o no cuando el texto presenta defectos de coherencia o de cohesión, entre otros; la preservación del estilo, el tono y el registro del texto de partida; la continua toma de decisiones en función del propósito para el cual se ha encomendado la traducción y el destinatario de ésta... Para dar respuesta a estas necesidades en el campo jurídico, el traductor necesita, lógicamente, una primera formación básica en las cuestiones que se estiman pilares de cada disciplina jurídica. Pero ése es sólo el comienzo. Necesita, al mismo tiempo, desarrollar fortalezas en el área lingüística, en los dos idiomas de trabajo y tanto en lo que concierne a la comprensión como a la producción del discurso jurídico, y en el área de la mediación interlingüística, que es donde radica la traducción como proceso y como producto. Por lo tanto, y respondiendo concretamente a la pregunta sobre el nivel de excelencia y especialización, una traducción excelente de una sentencia de quiebra, por ejemplo, no se garantiza con el título de abogado o la especialización en derecho concursal. Se garantiza con una investigación adecuada del marco contextual, situacional y cultural en el que se generó ese producto textual que es la sentencia; con una relevación previa de todos los problemas conceptuales, terminológicos y de construcción que pueda presentar y la decisión firme (es decir, sostenida en forma consecuente) de cómo resolverlos; con la indagación acerca de productos textuales semejantes, si los hay, en la cultura jurídica meta, y la decisión de utilizarlos o desecharlos como guías para el trabajo; y con la capacidad de generar la traducción encomendada con absoluta fidelidad, en condiciones impecables desde el punto de vista del uso del idioma de llegada, y con plena conciencia del objetivo para el cual se ha requerido la traducción y de quién es su destinatario. Cuando el propósito o el destinatario de la traducción no se conocen o no han sido indicados claramente por el cliente, el traductor jurídico debe imaginar al menos uno que sea razonablemente probable: no se puede ni se debe traducir en el vacío. Para adquirir estas capacidades, es obvia la necesidad de una formación universitaria en traducción y la de una especialización en traducción jurídica con el énfasis puesto en los pilares del trabajo: capacidad de investigación en esta área especializada, exposición constante a tipos textuales diversos, discernimiento en materia terminológica, y comprensión y construcción del discurso jurídico en los dos idiomas de trabajo.
— ¿Cuáles son los criterios para traducir un texto jurídico, teniendo en cuenta no solamente el lenguaje técnico específico, sino también el encuadre normativo de cada país?
— Cuando dos sistemas tienen raíces históricas comunes o han evolucionado de manera más o menos similar, el procedimiento de la equivalencia cultural o funcional suele ser provechoso. Pero no siempre es necesariamente el mejor, ni, por supuesto, el único. Y menos aun cuando los dos sistemas jurídicos que intervienen tienen rasgos muy peculiares y presentan institutos o figuras escasamente comparables. Un texto jurídico es el producto de una realidad jurídica y cultural determinada: la traducción debe reflejarla, no distorsionarla. La traducción no es una adaptación. Así, donde no se encuentren equivalentes conceptuales (y, por lo tanto, terminológicos), habrá que recurrir a estrategias como la explicación, la descripción, la transcripción o transferencia, la glosa, la nota del traductor, etc. El mandato de la invisibilidad del traductor y la supuesta necesidad de que su producto “no parezca una traducción” bien pueden valer para la traducción literaria y el discurso creativo o artístico; pero no entrañan más que un deseo políticamente correcto y normalmente irrealizable en la traducción jurídica. En suma, el encuadre normativo es decisivo. Por ejemplo, si tenemos que traducir a un idioma extranjero el término “proceso de ejecución”, no basta con recurrir a un diccionario o a un glosario. Primero tendremos que indagar en el marco jurídico apropiado (la doctrina procesalista, los códigos procesales) para conocer cómo se segmenta la realidad en la cultura de partida y cuáles son las notas semánticas distintivas de ese concepto. La expresión técnica de ese concepto en el idioma meta es un paso posterior; si encontramos un equivalente que contenga al menos los componentes semánticos esenciales, bienvenido; si no, habrá que construir el concepto con los términos técnicos disponibles en la lengua de llegada.

— Usted ha señalado la distinción que se establece –ante la contratación para un trabajo de traducción– entre la obligación de medios y la obligación de resultados. ¿Podría explayarse sobre el tema?
— En realidad, esta no fue una distinción que yo haya hecho expresamente. En un comentario publicado por el traductor estadounidense Daniel Sherr sobre el diccionario de términos jurídicos de Thomas West, menciona que yo he visto que ese diccionario recoge la frase “obligación de medios” y que no incluye, en cambio, el concepto tradicionalmente opuesto, es decir, el de la “obligación de resultado”. Mi comentario no era una crítica, sino una alusión al hecho de que un diccionario debería apuntar a la exhaustividad y, así, agotar todos los pares o grupos de conceptos comparables dentro de una clasificación determinada. Por ejemplo, si en un diccionario jurídico o cualquier otra base de datos jurídicos, me encuentro con el término “contrato consensual”, tengo la expectativa legítima de que también se incluya su par complementario, con el que habitualmente se lo contrasta, es decir, “contrato real”. Hecha esta aclaración, y respondiendo a la pregunta sobre la contratación de un trabajo de traducción, en nuestro Derecho el contrato de traducción es una especie, con matices, de la locación de obra. El traductor promete un opus, dentro de un plazo previamente convenido. En este sentido, su obligación para con el comitente es “de resultado”. El énfasis se pone en la presentación del producto de un servicio, y no, en la prestación continuada de ese servicio.
— ¿Ha tenido que trabajar –para un mismo cliente– como abogado y como traductor?
— No, nunca lo he hecho. Además de que cada actividad es suficientemente absorbente, siempre preferí, mientras ejercía ambas profesiones, mantener una suerte de independencia en la disposición intelectual que requieren una y otra tarea.

— Usted se desempeñó como asesor jurídico del Tribunal de Conducta del Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires. ¿Cuáles son los aspectos más relevantes que rescata de esa experiencia?
— Ejercí esa función entre 1995 y 1996, colaborando con un Tribunal de Conducta de desempeño ejemplar, presidido por la traductora Lidia Espinosa. Lo que recuerdo con más agrado es que el número de colegas involucrados en violaciones al Código de Conducta del Colegio u otras normas era ínfimo en relación con el número de matriculados, o aun de matriculados en ejercicio activo de la profesión. Creo que entre los traductores públicos hay una serie de principios de actuación muy bien instalados, tanto en lo que respecta a la relación con el cliente como a la conducta hacia los colegas y hacia la sociedad en general. La mayor parte de los casos que se presentaron a lo largo de ese período tuvieron su origen en denuncias de organismos públicos, y ratificaron la necesidad de contar con un órgano que dé una respuesta rápida y eficaz a las demandas de probidad y decoro que plantean los distintos destinatarios de nuestra labor profesional.

— ¿Suelen ser justas las condiciones de trabajo para los traductores? ¿Qué reivindicaciones pendientes deberían ser prioritarias?
— En el caso particular de los traductores públicos abocados a la traducción jurídica, que es el campo que mejor conozco, pienso que, a lo largo de los últimos quince o veinte años, hemos conseguido probar nuestra valía ante clientes de todo tipo y sumamente exigentes, tanto en la Argentina como en el exterior. La larga tradición formativa en traducción pública que combinan las universidades argentinas es el principal sostén de un prestigio muy bien ganada. Hay temas pendientes, claro, como la necesidad de instalar el contrato escrito de traducción, aun en una versión reducida o sintética, como práctica sistemática en nuestras relaciones con los clientes. Esta necesidad es particularmente palpable en proyectos de cierta envergadura, o en aquellos que requieren la colaboración de varios traductores. Creo que también es necesario estandarizar el uso de órdenes de trabajo u hojas de proyecto, con especificaciones claras sobre los alcances y modalidades del trabajo encomendado. Desafortunadamente, hay una aversión bastante generalizada hacia este tipo de prácticas de trabajo, sobre todo entre los traductores freelance. Pero la experiencia enseña que es mucho mejor definir algunos aspectos a priori y en forma consensuada con el cliente, más que confiar en el propio criterio a la hora de encarar la traducción. Otro aspecto que alguna vez debería revisarse es el cálculo de honorarios sobre la base del número de palabras o páginas traducidas. Es una herramienta tan arraigada de estimación del valor de nuestra labor que prácticamente nadie la discute. Pero en muchas ocasiones, la complejidad del trabajo y la del proyecto del que ese trabajo es parte es tal que la traducción debería poder medirse sobre la base de patrones menos rígidos, tal como ocurre en otras actividades profesionales, como la del abogado o la del contador. Hay proyectos que exigen, además de la traducción propiamente dicha, tareas extraordinarias de investigación, de rastreo y armonización de información, de confección de bases de datos terminológicos. Y sería deseable que, en esos casos, los honorarios pudieran cotizarse por la índole de las actividades comprometidas, más que por el número de palabras del original o de la traducción.

— ¿Cuáles son las inquietudes más frecuentes que le plantean sus alumnos?
— Las consultas más frecuentes son terminológicas, pero también ha crecido el número de consultas sobre las herramientas adecuadas de investigación en traducción jurídica. La globalización del conocimiento a través de Internet genera la impresión de que todo está a nuestro alcance, pero sigue siendo problemático decidir con qué criterios seleccionar partes relevantes de ese todo. También son frecuentes las inquietudes en relación con la intervención del traductor en la traducción, por ejemplo cuando en el original hay ambigüedades, contradicciones o errores materiales. Como siempre he sido crítico de la visión del traductor como una especie de autómata, y defiendo en cambio su actuación como un mediador cultural, suelo recomendarles que destaquen todo lo que estimen como errado o deficiente en el original, y que lo hagan en la traducción misma o en un informe separado que se presente junto con ésta al cliente. El principal argumento que justifica esta manera de proceder, pero no el único, es que el lector del producto en la lengua meta normalmente atribuye las deficiencias que encuentra a la impericia del traductor. Y un verdadero profesional de la traducción y de la comunicación tiene que ser capaz de adelantarse a cualquier confusión innecesaria en la transmisión de un mensaje.