sábado, 14 de febrero de 2009

“Los traductores vivimos discerniendo y en dilemas permanentes”

El traductor científico y literario Leandro Wolfson, se refiere en esta entrevista exclusiva para Contacto al placer de la tarea que desarrolla, sus satisfacciones como docente y las herramientas tecnológicas que utiliza, entre otros temas. Con rigor profesional —no exento de sentido del humor— Wolfson alude a sus traducciones de James Strachey (que tradujo al inglés la obra de Sigmund Freud) y de Walt Whitman.

— ¿En qué consiste para usted el placer de traducir?
— En “el placer de traducir” –me he identificado con esta fórmula, al punto de que llamo así a mis talleres y así titulé mi libro– confluyen una cantidad de aspectos o goces parciales. Voy a enumerarlos: 1) El goce del aprendizaje. Como toda profesión bien encarada, la del traductor es un curso de educación permanente, ya que es muy improbable que un texto no nos enseñe nada nuevo. No es, pues, un goce específico del traducir, sino compartido con todas las ramas del conocimiento. Exige una cierta humildad, y esto en sí mismo es también un aprendizaje. 2) La pasión de un detective. La dilucidación de los enigmas que presentan los textos, hasta desmenuzarlos en su íntima trama, tiene el mismo sabor que nos dan las buenas novelas policiales. 3) La recreación. La reverbalización interna del discurso original, una vez desvestido de su forma, nos da ocasión para palpar la magnificencia de nuestro mundo idiomático interno, invisible pero real, del cual salen, como el genio de la lámpara de Aladino, las palabras que invocamos. ¡La alegría inmensa de saber que las teníamos, y que al conjuro mágico despertaron! 4) La belleza de la fidelidad. Según Milan Kundera, en esto radica el regocijo de nuestra labor artesanal: vehiculizar la palabra del autor con la mayor fidelidad posible. La hermosa praxis de utilizar únicamente la libertad necesaria –pero utilizar, sí, la necesaria–. 5) Reconocerse. Donde al principio no había nada en el papel, después de traducir hay un texto que nos pertenece, por más que sea réplica o simulación de uno ajeno. Es bueno que el traductor valorice esa creación propia que, si bien le fue sugerida por el autor, sólo él ha concretado de ese modo. 6) Nuestro papel en la cadena comunicativa. Finalmente, la última dicha que depara el traducir tiene que ver con su función en la cultura y en la relación entre los seres humanos. El traductor sabe que cumple un papel indispensable, se sabe parte de una antigua cadena de transmisión de las creaciones culturales.

— ¿Qué objetivos impulsa en sus talleres de perfeccionamiento?
— El primero es ubicar al participante frente a la tarea circunstancial (la traducción de cada texto) y a la profesión en general. Señalarle los placeres que depara (los que acabamos de ver) y también marcarle sus exigencias y demandas. Quiero que, más allá de los motivos por los cuales una persona se acercó a mis talleres o clases individuales, se vaya con una idea más clara: a) de lo que significa traducir, y b) de si es eso lo que le gusta hacer. Algunos, después de un par de clases, se dan cuenta de que no es para ellos. Otros, por el contrario, descubren un mundo nuevo que no conocían o que les habían mostrado mal.
Por supuesto, mis talleres son complementarios de las escuelas de traducción y jamás pretenden reemplazarlas. Tengo conciencia de la importancia de que un alumno siga cursos regulares en una institución y de que se le impartan todos los conocimientos necesarios. Mis talleres, como vos decís, son sólo de “perfeccionamiento” o de “práctica de la traducción”.
Pero precisamente como son extracurriculares y no se rinde examen, siento que ofrecen (por ejemplo) un espacio de más libertad que las escuelas de traducción para equivocarse, que es la vía regia hacia el aprendizaje. También me interesa elogiar, valorizar y estimular. Para una persona que recién se inicia en esta actividad, la confianza en sí misma y en su propio saber idiomático es esencial. En realidad, lo es también para el veterano: traducimos bien, entre otras cosas, cuando sabemos que traducimos bien. Me esfuerzo mucho por que mis eventuales alumnos (que también son mis profesores, porque toda enseñanza es un enseñaje) tomen conciencia de su propio dominio idiomático, sus falencias y sus hallazgos personales, sus limitaciones y sus méritos. En lo que atañe a la lengua extranjera, pongo mucho énfasis en la manera individual de comprender o de no comprender, en las lagunas, la ignorancia de la propia ignorancia, los tics, las inercias, los mecanismos inconscientes que perjudican la lectocomprensión. En lo tocante a la lengua natal, me interesa destacar la variedad de recursos expresivos que a veces no utilizamos porque no sabemos que tenemos.

— ¿Cuáles son las mayores satisfacciones que logró como docente?
— Hay una satisfacción egoísta y otra generosa. La primera se produce cuando los alumnos vuelven al año siguiente, o al otro, o recomiendan mis talleres a otras personas. La segunda es la satisfacción de ser útil, y a veces, como ya dije, esto significa que el alumno se da cuenta de que la traducción no es para él y no vuelve nunca más. Pero uno siente que cumplió con su deber. Por otro lado, cuando uno siente que el alumno o el grupo tiene empatía con uno, piensa como uno en esta cuestión tan delicada, tan íntima, como lo es el lenguaje, hay un goce permanente, clase tras clase. Tendríamos que agregarlo a los “placeres” de traducir que enumeramos antes, sólo que en este caso es el placer de enseñar a traducir, o, mejor dicho, de compartir el traducir.

— Teniendo en cuenta que gran parte del tiempo se destina al trabajo, ¿considera que existe la posibilidad de reflexionar profundamente acerca de nuestra profesión? En su caso, ¿qué aspectos recurrentes lo desvelan más?
— En muchas profesiones, o en la mayoría, se dedica gran parte del tiempo al trabajo, pero eso no significa que no queden ratos para reflexionar. De lo contrario, nos convertiríamos en robots o en traductores mecánicos. Por suerte, la traducción presenta gran cantidad de aspectos debatibles o charlables, como lo demuestra la gran cantidad de revistas y foros virtuales que hay en la actualidad, donde se discute a mansalva sobre un montón de cosas. Yo he aprovechado algunos de los aspectos más recurrentes o interesantes –y quiero aclarar que no me “desvelan”, simplemente me atraen– como tema de gran parte de mis artículos. Para resumir estos temas, acudo al índice de mi libro (son 35 artículos) y veo: las maneras de encarar la traducción poética; los análisis de traducciones comparadas; las particularidades de la traducción de títulos periodísticos, de canciones, del humor, del lenguaje informal o vulgar; el formidable problema de los regionalismos castellanos; las cuestiones que plantea la enseñanza de la traducción; la definición de traducción y otras divagaciones teóricas; la importancia de la situación comunicativa y de los sobrentendidos; la revisión pragmática y la didáctica; cuestiones profesionales y vocacionales, en especial la orientación que nos piden los principiantes.

— ¿Con qué programas y herramientas trabaja? ¿Cuál es el límite tecnológico en el que las ventajas se pueden transformar en desventajas?
— No se lo cuenten a nadie, pero yo trabajo únicamente con el MS Word 2003, el Adobe Acrobat, mis diccionarios impresos (los llamo "mis amantes de papel") o en CD (mis amantes electrónicos, y perdón por reincidir en lo erótico, pero creo, como Freud, que la libido está muy presente en estas cosas), Internet (¡Google, sos una diosa!), y punto. Si Nicolás Delucchi no me castiga por ello, voy a confesar que todavía no aprendí bien el Trados. Y hablando de Roma –otra vez: cuidado con Delucchi–… he comprobado que el Trados, el SDLX, el Wordfast y otros programas de memorias de traducción, herramientas maravillosas si se las usa con recato, suelen arruinar muchas mentes. ¿Para qué voy a recurrir a mi dominio de la lengua y mi creatividad, si la memoria me lo da todo en bandeja? Ya dije que la confianza en uno mismo es fundamental para el traductor; si la reemplazamos por la confianza total en la memoria informática, estamos listos. Una de mis veleidades en los últimos tiempos ha sido revisar la memoria Trados de algunos clientes de la agencia con la que trabajo, y (además de aprender mucho de mis predecesores) mostrar cómo algunas cosas se hubieran podido traducir mejor si no se confiaba tanto en el dios Trados. Por otro lado, he notado que muchos traductores que hacen cursos de Trados (recomiendo los de Delucchi) no saben hacer macros con el Word, ni conocen la herramienta “Autotexto”, que es no menos maravillosa (me permitió duplicar en poco tiempo mi velocidad de traducción, o sea, mis ingresos), ni otras cuantas cosas que el Word ofrece a quien quiera tomarlas.

— ¿Las traducciones comparadas amplían el dilema en cuanto al camino elegido, o ayudan a descartar vertientes erróneas?
— “Dilema”: ¡qué palabra clave! La voy a poner en mi pizarra bien arriba, junto a “Discernir”. Es que los traductores vivimos discerniendo y en dilemas permanentes. Si no, te recomiendo este ejercicio de autoconciencia: tomá una oración extranjera cualquiera, no demasiado fácil, prepará una hoja, y anotá todas las versiones que se te van ocurriendo –incluidas las variantes más infinitesimales– hasta que llegás a la revisión final. Yo lo hice en varios artículos y ahí están para atormentar a los lectores. Por ejemplo, “El jardín de palabras que se bifurcan”, sobre un poema de Dylan Thomas. El dilema, en traducción, se amplía SIEMPRE. Es un pozo sin fondo. Después de haber trabajado un texto con cien alumnos, llega el alumno 101 con una versión diferente de la que vos entronizaste, y ¡zas! otra vez se instala el dilema. Claro, siempre hay, también, “vertientes erróneas”… o lo que nos parece tal. ¡Menos mal! Si no fuera así, tendríamos la misma sensación de Sísifo, de que la tortura no se acaba nunca… No, por suerte, cada tanto nuestras traducciones, y las ajenas, nos encantan.

— ¿Cuáles son las reivindicaciones profesionales más necesarias que se deberían conseguir?
— El derecho de traductor, equivalente al derecho de autor (un porcentaje menor, claro; en algunos países creo que es la mitad), para todas las obras que se pueden reimprimir y que a veces rinden a los publishers ganancias muy grandes, mientras que el traductor cobra una suma fija que no está en relación con esas ganancias. Y me parece que también habría que dejar en claro que el traductor no es un diseñador gráfico; muchos clientes quieren colaboradores sabelotodos, que les ahorren costos. La consecuencia es que los traductores se ven obligados a aprender lo que no corresponde a su tarea específica, y descuidan la formación y el perfeccionamiento en lo que sí deben saber.

— ¿Cuál es su criterio de trabajo ante las variantes regionales del castellano?
— Es imposible establecer un criterio único: uno debe amoldarse a las necesidades y/o exigencias del cliente. Ya varios colegas se han expedido sobre la imposibilidad del castellano “neutro” (salvo en ciertos campos científico-técnicos) y no voy a abundar, pero en la práctica las susodichas exigencias nos obligan a: a) ante todo, tomar cada vez mayor conciencia de las variantes regionales propias (los argentinismos, en nuestro caso); b) conocer las del público al que apunta la traducción mayoritariamente; c) informarse de los términos más generalizados entre los hispanohablantes –que no siempre son los de España– y practicar el reemplazo de los términos reunidos en a) por los reunidos en c), cuando no nos obligan a poner los de b); d) por último, si el cliente nos exige que seamos B, siendo que somos A, sugerirle que se busque un traductor del país B; y e) si el cliente quiere llegar a todos los hispanohablantes pero no quiere dejar de usar los términos del país B, sugerirle que se dedique a otra cosa.

— Dentro del mercado editorial, ¿la valoración del traductor depende del prestigio del autor al que se ha traducido?
— Inevitablemente influye. Hay traductores que hicieron comparativamente pocos trabajos, pero algunos los marcaron para toda la vida como “el traductor de X”. Y a otros traductores, que hicimos muchos trabajos, también nos conocen como “el traductor de X” o a lo sumo “de X y de Y”. Hay gente que sabe que yo traduje a Whitman. Y punto. Los otros doscientos libros que traduje no cuentan. Y hay gente que sabe que yo traduje a Strachey, del que todo el mundo sabe que tradujo al inglés a Freud. Y punto. Es la ley del rating. Por suerte, Whitman y Strachey hicieron muy bien sus respectivas obras, así que a mí me favorecieron muchísimo.

— ¿A qué traductores admira y por qué?
— Admiro y agradezco a todos los traductores de obras literarias alemanas, francesas, rusas, lusitanas e incluso anglosajonas que leí en mi infancia y adolescencia y que, sin yo saberlo, fueron gestando en mi interior una cierta cultura. No recuerdo sus nombres, y por supuesto jamás evalué sus traducciones (las leí, simplemente), pero tienen que haber sido buenas para haberme impresionado tanto. Aparte, en los últimos tiempos he expresado, en sendos artículos, mi admiración y gratitud por dos traductores a los que sí pude evaluar. Uno fue José Luis Etcheverry, traductor de Freud del alemán (puede consultarse el artículo respectivo, titulado “Ver cómo se traduce a Freud”, en la revista virtual 1611,
http://www.traduccionliteraria.org/1611/esc/modernidad/wolfson.htm). Lo admiré por su enorme cultura, su capacidad de trabajo para abordar una tarea descomunal, su espíritu crítico, su valentía para oponerse a lo tradicional, la perfecta conciencia de lo que le incumbía hacer con su autor, la autoconfianza para defender sus opiniones combinada con una enorme humildad, y por todo lo que pude aprender de él en nuestro trabajo común. La segunda fue Matilde Horne, argentina también, recientemente fallecida en España (ver mi nota “Desaparición de un modelo” en la Carta de la Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes [AATI] de agosto de 2008). La admiré por su elegancia idiomática, que no perdía ni siquiera con autores sumamente abstrusos, y por la cantidad de técnicas, estrategias y recursos traductivos que utilizaba espontáneamente. Era una traductora literaria nata, y tuve el singular placer de “corregir” varias traducciones científicas hechas por ella, con la consiguiente apertura mental que me produjo recibir esas lecciones.

— Usted participó como traductor en la edición de las obras completas de Sigmund Freud. Teniendo en cuenta que los psicólogos se han formado con esa bibliografía y que gran parte de la población argentina –comparativamente con otros países– hizo o hace terapia, ¿siente el peso de semejante responsabilidad?
— En el caso de Freud, la responsabilidad fue básicamente de Etcheverry. Mi labor consistió en 1) cotejar la versión de Etcheverry con la inglesa de Strachey y señalarle donde aparecían divergencias; casi siempre, cuando eso sucedía Etcheverry terminaba mostrándome en qué y por qué se había equivocado Strachey; 2) traducir las introducciones de Strachey a cada trabajo y sus abundantes notas al pie. Pero esto último no tiene tanta importancia para los terapeutas, en todo caso la tiene para los biógrafos, críticos o filósofos que estudian la obra de Freud. Con respecto al trabajo de Etcheverry, aunque no todos los psicólogos y psicoanalistas prefieren su versión a la anterior de López Ballesteros, yo creo que contribuyó muchísimo a esclarecer las ideas teóricas de Freud y a seguir mejor su evolución.

— Usted afirma que “nunca una traducción poética única dejará de parecer una traición”. ¿Cómo se hace para evitar este callejón sin salida?
— En efecto, lo es. Lo dije refiriéndome a la traducción de una poesía con métrica o rima regulares. Ello se debe a los distintos gustos de los lectores en materia poética. A muchos les molesta que uno se tome libertades semánticas para tratar de ajustarse a la métrica o de obtener versos rimados; otros, por el contrario, consideran que si el poema no tiene algo de la música del original, y se limita a reproducir las ideas, no es un poema. Es difícil alcanzar un equilibrio. Además, está el fenómeno de la distinta concisión de las lenguas. El inglés, por ejemplo, es mucho más conciso que el castellano o el francés; permite decir lo mismo con menos palabras o con palabras mucho más breves Por eso, al traducir un poema del inglés la única opción parece ser producir dos versiones, como mínimo: una que sólo rescate las ideas, sin importar la extensión ni la métrica, la rima o la acentuación interna de los versos (la música, en fin); y otra que rescate la música, aunque para ello deba prescindir de algunas ideas o palabras. En el caso del poema de Dylan Thomas al que me referí antes, propuse tres versiones: una prosificada, una con métrica pero sin rima y una tercera con métrica y rima.

— ¿Cuál es la mayor enseñanza que obtuvo al traducir los poemas de Walt Whitman?
— Debo hacer dos tipos de consideraciones separadas. Por un lado, esta tarea, que me llevó muchos años, me convenció del valor que tiene profundizar en un autor importante, en vez de desperdigarse superficialmente en decenas de autores. Cuando uno tiene que conocer a fondo a un pensador como Whitman, a la corta o a la larga termina ocupándose de todos los temas humanos esenciales. Es como hundir una sonda hasta el fondo mismo del océano humano, en vez de pasear en velero por pequeñas lagunas. O como treparse a un gran árbol cuyas raíces, allá abajo, se conectan con las de casi todos los demás árboles. Como experiencia de aprendizaje, no tiene precio. Es raro tener esta oportunidad, porque los traductores estamos siempre saltando de una laguna a otra, o de un charco a otro. La segunda cuestión se relaciona con lo que uno conservaría siempre igual y lo que quisiera corregir en una traducción propia. La primera edición de mi trabajo sobre Whitman fue en 1976 y se agotó en poco tiempo; recién en 2002 se presentó, en otra editorial, la oportunidad de reeditarla. Para eso, la revisé completamente y me di cuenta de que, en un 80%, digamos, estaba conforme con lo hecho antes, pero un 20% tenía que ser modificado. La proporción me alegró: sentí que 25 años atrás yo traducía bastante bien, pero vi la posibilidad de ser más fiel al autor en algunos versos, y los corregí en consecuencia.

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