sábado, 14 de febrero de 2009

“La globalización del conocimiento a través de Internet genera la impresión de que todo está a nuestro alcance”

El prestigioso abogado y traductor público en inglés Ricardo Chiesa, señala en esta entrevista exclusiva de Contacto que se debería “instalar el contrato escrito de traducción, aun en una versión reducida o sintética, como práctica sistemática en nuestras relaciones con los clientes”. Dedicado exclusivamente a la traducción jurídica desde 1996, Chiesa considera al traductor como un “mediador cultural” y sostiene que en algunos casos habría que revisar “el cálculo de honorarios sobre la base del número de palabras o páginas traducidas”.

— ¿Por qué motivos y en qué momentos de su vida decidió ser abogado y traductor público?
— Emprendí primero la carrera de abogacía en la UBA, en 1979. Acababa de terminar la escuela secundaria y, con diecisiete años, sólo tenía claro que quería dar un marco formativo y académico a ideales y objetivos más o menos difusos pero genuinos: la lucha por un orden más justo, la comprensión y el mejoramiento de ciertos estándares y sistemas que rigen la vida social, personal, cívica. Pero había también otra vocación muy clara, la de formarme y trabajar en algún aspecto de la comunicación. Para entonces, había estudiado inglés muchos años, y en 1980 comencé estudios de italiano, que se prolongarían por casi diez años. El acceso a la realidad y al mundo del conocimiento a través de dos o más lenguas enriquece tanto las perspectivas de análisis y de apreciación de todo lo que nos rodea que decidí que necesitaba “algo más”. No tenía muy claro cómo enlazar estas dos inquietudes, hasta que hacia fines de mi primer año en la carrera de abogacía, me interioricé del plan de estudios de lo que entonces era la “Escuela de Traductores Públicos”, también en la Facultad de Derecho de la UBA. Intuí que la carrera de traductorado en inglés, aun con las falencias que tenía a principios de los años 80, sintetizaba ese desafío: el de la comprensión y significación de sistemas jurídicos distintos, que a su vez expresan visiones del mundo sustentadas en la lenta construcción de cada cultura, y el tendido de puentes entre uno y otro, concretamente a través de una actividad intelectiva que necesariamente se plasma en actividad textual, esto es, la traducción. Así que no lo dudé y volví a rendir el examen de ingreso en 1980 (era la época de los exámenes de admisión y los lamentables cupos en todas las disciplinas), y así me integré a la carrera de traductorado. Cursé ambas carreras en forma paralela, y obtuve los dos títulos con dos meses de diferencia, en 1985. Ya en el desempeño profesional, ejercí la abogacía unos diez años, pero el trabajo de traducción y el de investigación en distintas áreas traductológicas siempre ocuparon un lugar más preponderante en mi actividad. Desde 1996, estoy dedicado exclusivamente a la traducción jurídica.

— ¿Resulta imprescindible ser abogado para lograr un nivel de excelencia y especialización en la traducción de textos jurídicos?
— De ninguna manera. La formación como abogado aporta, sin dudas, una visión, un “sentido jurídico”, que permiten apreciar los distintos fenómenos jurídicos (la norma, las decisiones judiciales, los sistemas mismos, los productos textuales, etc.) con un espíritu crítico e integrador. Pero esta no es una condición ni necesaria ni suficiente para ser un buen traductor de textos jurídicos. Los objetivos son distintos. El abogado se forma como tal para desempeñarse —en principio, en el marco de sólo un sistema jurídico determinado— en actividades propias de esta incumbencia profesional, como pueden ser la provisión de asesoramiento jurídico, la intervención en el litigio en representación de las partes, la preparación y redacción de textos jurídicos, y eventualmente las actividades que requieren esta formación, como la carrera judicial, el trabajo en el Ministerio Público... Por su parte, el traductor jurídico es un mediador cultural entre dos o más actores pertenecientes a culturas jurídicas distintas, y el producto de su trabajo de mediación (siempre en lo que concierne estrictamente al traductor y no, al intérprete), es un texto escrito que se deriva de otro. Así, el eje del trabajo del traductor no es un conflicto, ni una consulta, ni el establecimiento de una norma, ni la crítica de un sistema. Su eje de trabajo es un texto. Y es el texto lo que opera como disparador de necesidades en el proceso de lecto-comprensión y en el proceso traductivo propiamente dicho. Estas necesidades son muchas y variadas: la indagación en el marco cultural en el que está insertado el texto de origen y aquel al que va destinada la traducción; la resolución de todos los problemas conceptuales que pueda plantear el texto, que, a su vez, muchas veces se van a revelar como problemas terminológicos o fraseológicos; la decisión acerca de intervenir o no cuando el texto presenta defectos de coherencia o de cohesión, entre otros; la preservación del estilo, el tono y el registro del texto de partida; la continua toma de decisiones en función del propósito para el cual se ha encomendado la traducción y el destinatario de ésta... Para dar respuesta a estas necesidades en el campo jurídico, el traductor necesita, lógicamente, una primera formación básica en las cuestiones que se estiman pilares de cada disciplina jurídica. Pero ése es sólo el comienzo. Necesita, al mismo tiempo, desarrollar fortalezas en el área lingüística, en los dos idiomas de trabajo y tanto en lo que concierne a la comprensión como a la producción del discurso jurídico, y en el área de la mediación interlingüística, que es donde radica la traducción como proceso y como producto. Por lo tanto, y respondiendo concretamente a la pregunta sobre el nivel de excelencia y especialización, una traducción excelente de una sentencia de quiebra, por ejemplo, no se garantiza con el título de abogado o la especialización en derecho concursal. Se garantiza con una investigación adecuada del marco contextual, situacional y cultural en el que se generó ese producto textual que es la sentencia; con una relevación previa de todos los problemas conceptuales, terminológicos y de construcción que pueda presentar y la decisión firme (es decir, sostenida en forma consecuente) de cómo resolverlos; con la indagación acerca de productos textuales semejantes, si los hay, en la cultura jurídica meta, y la decisión de utilizarlos o desecharlos como guías para el trabajo; y con la capacidad de generar la traducción encomendada con absoluta fidelidad, en condiciones impecables desde el punto de vista del uso del idioma de llegada, y con plena conciencia del objetivo para el cual se ha requerido la traducción y de quién es su destinatario. Cuando el propósito o el destinatario de la traducción no se conocen o no han sido indicados claramente por el cliente, el traductor jurídico debe imaginar al menos uno que sea razonablemente probable: no se puede ni se debe traducir en el vacío. Para adquirir estas capacidades, es obvia la necesidad de una formación universitaria en traducción y la de una especialización en traducción jurídica con el énfasis puesto en los pilares del trabajo: capacidad de investigación en esta área especializada, exposición constante a tipos textuales diversos, discernimiento en materia terminológica, y comprensión y construcción del discurso jurídico en los dos idiomas de trabajo.
— ¿Cuáles son los criterios para traducir un texto jurídico, teniendo en cuenta no solamente el lenguaje técnico específico, sino también el encuadre normativo de cada país?
— Cuando dos sistemas tienen raíces históricas comunes o han evolucionado de manera más o menos similar, el procedimiento de la equivalencia cultural o funcional suele ser provechoso. Pero no siempre es necesariamente el mejor, ni, por supuesto, el único. Y menos aun cuando los dos sistemas jurídicos que intervienen tienen rasgos muy peculiares y presentan institutos o figuras escasamente comparables. Un texto jurídico es el producto de una realidad jurídica y cultural determinada: la traducción debe reflejarla, no distorsionarla. La traducción no es una adaptación. Así, donde no se encuentren equivalentes conceptuales (y, por lo tanto, terminológicos), habrá que recurrir a estrategias como la explicación, la descripción, la transcripción o transferencia, la glosa, la nota del traductor, etc. El mandato de la invisibilidad del traductor y la supuesta necesidad de que su producto “no parezca una traducción” bien pueden valer para la traducción literaria y el discurso creativo o artístico; pero no entrañan más que un deseo políticamente correcto y normalmente irrealizable en la traducción jurídica. En suma, el encuadre normativo es decisivo. Por ejemplo, si tenemos que traducir a un idioma extranjero el término “proceso de ejecución”, no basta con recurrir a un diccionario o a un glosario. Primero tendremos que indagar en el marco jurídico apropiado (la doctrina procesalista, los códigos procesales) para conocer cómo se segmenta la realidad en la cultura de partida y cuáles son las notas semánticas distintivas de ese concepto. La expresión técnica de ese concepto en el idioma meta es un paso posterior; si encontramos un equivalente que contenga al menos los componentes semánticos esenciales, bienvenido; si no, habrá que construir el concepto con los términos técnicos disponibles en la lengua de llegada.

— Usted ha señalado la distinción que se establece –ante la contratación para un trabajo de traducción– entre la obligación de medios y la obligación de resultados. ¿Podría explayarse sobre el tema?
— En realidad, esta no fue una distinción que yo haya hecho expresamente. En un comentario publicado por el traductor estadounidense Daniel Sherr sobre el diccionario de términos jurídicos de Thomas West, menciona que yo he visto que ese diccionario recoge la frase “obligación de medios” y que no incluye, en cambio, el concepto tradicionalmente opuesto, es decir, el de la “obligación de resultado”. Mi comentario no era una crítica, sino una alusión al hecho de que un diccionario debería apuntar a la exhaustividad y, así, agotar todos los pares o grupos de conceptos comparables dentro de una clasificación determinada. Por ejemplo, si en un diccionario jurídico o cualquier otra base de datos jurídicos, me encuentro con el término “contrato consensual”, tengo la expectativa legítima de que también se incluya su par complementario, con el que habitualmente se lo contrasta, es decir, “contrato real”. Hecha esta aclaración, y respondiendo a la pregunta sobre la contratación de un trabajo de traducción, en nuestro Derecho el contrato de traducción es una especie, con matices, de la locación de obra. El traductor promete un opus, dentro de un plazo previamente convenido. En este sentido, su obligación para con el comitente es “de resultado”. El énfasis se pone en la presentación del producto de un servicio, y no, en la prestación continuada de ese servicio.
— ¿Ha tenido que trabajar –para un mismo cliente– como abogado y como traductor?
— No, nunca lo he hecho. Además de que cada actividad es suficientemente absorbente, siempre preferí, mientras ejercía ambas profesiones, mantener una suerte de independencia en la disposición intelectual que requieren una y otra tarea.

— Usted se desempeñó como asesor jurídico del Tribunal de Conducta del Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires. ¿Cuáles son los aspectos más relevantes que rescata de esa experiencia?
— Ejercí esa función entre 1995 y 1996, colaborando con un Tribunal de Conducta de desempeño ejemplar, presidido por la traductora Lidia Espinosa. Lo que recuerdo con más agrado es que el número de colegas involucrados en violaciones al Código de Conducta del Colegio u otras normas era ínfimo en relación con el número de matriculados, o aun de matriculados en ejercicio activo de la profesión. Creo que entre los traductores públicos hay una serie de principios de actuación muy bien instalados, tanto en lo que respecta a la relación con el cliente como a la conducta hacia los colegas y hacia la sociedad en general. La mayor parte de los casos que se presentaron a lo largo de ese período tuvieron su origen en denuncias de organismos públicos, y ratificaron la necesidad de contar con un órgano que dé una respuesta rápida y eficaz a las demandas de probidad y decoro que plantean los distintos destinatarios de nuestra labor profesional.

— ¿Suelen ser justas las condiciones de trabajo para los traductores? ¿Qué reivindicaciones pendientes deberían ser prioritarias?
— En el caso particular de los traductores públicos abocados a la traducción jurídica, que es el campo que mejor conozco, pienso que, a lo largo de los últimos quince o veinte años, hemos conseguido probar nuestra valía ante clientes de todo tipo y sumamente exigentes, tanto en la Argentina como en el exterior. La larga tradición formativa en traducción pública que combinan las universidades argentinas es el principal sostén de un prestigio muy bien ganada. Hay temas pendientes, claro, como la necesidad de instalar el contrato escrito de traducción, aun en una versión reducida o sintética, como práctica sistemática en nuestras relaciones con los clientes. Esta necesidad es particularmente palpable en proyectos de cierta envergadura, o en aquellos que requieren la colaboración de varios traductores. Creo que también es necesario estandarizar el uso de órdenes de trabajo u hojas de proyecto, con especificaciones claras sobre los alcances y modalidades del trabajo encomendado. Desafortunadamente, hay una aversión bastante generalizada hacia este tipo de prácticas de trabajo, sobre todo entre los traductores freelance. Pero la experiencia enseña que es mucho mejor definir algunos aspectos a priori y en forma consensuada con el cliente, más que confiar en el propio criterio a la hora de encarar la traducción. Otro aspecto que alguna vez debería revisarse es el cálculo de honorarios sobre la base del número de palabras o páginas traducidas. Es una herramienta tan arraigada de estimación del valor de nuestra labor que prácticamente nadie la discute. Pero en muchas ocasiones, la complejidad del trabajo y la del proyecto del que ese trabajo es parte es tal que la traducción debería poder medirse sobre la base de patrones menos rígidos, tal como ocurre en otras actividades profesionales, como la del abogado o la del contador. Hay proyectos que exigen, además de la traducción propiamente dicha, tareas extraordinarias de investigación, de rastreo y armonización de información, de confección de bases de datos terminológicos. Y sería deseable que, en esos casos, los honorarios pudieran cotizarse por la índole de las actividades comprometidas, más que por el número de palabras del original o de la traducción.

— ¿Cuáles son las inquietudes más frecuentes que le plantean sus alumnos?
— Las consultas más frecuentes son terminológicas, pero también ha crecido el número de consultas sobre las herramientas adecuadas de investigación en traducción jurídica. La globalización del conocimiento a través de Internet genera la impresión de que todo está a nuestro alcance, pero sigue siendo problemático decidir con qué criterios seleccionar partes relevantes de ese todo. También son frecuentes las inquietudes en relación con la intervención del traductor en la traducción, por ejemplo cuando en el original hay ambigüedades, contradicciones o errores materiales. Como siempre he sido crítico de la visión del traductor como una especie de autómata, y defiendo en cambio su actuación como un mediador cultural, suelo recomendarles que destaquen todo lo que estimen como errado o deficiente en el original, y que lo hagan en la traducción misma o en un informe separado que se presente junto con ésta al cliente. El principal argumento que justifica esta manera de proceder, pero no el único, es que el lector del producto en la lengua meta normalmente atribuye las deficiencias que encuentra a la impericia del traductor. Y un verdadero profesional de la traducción y de la comunicación tiene que ser capaz de adelantarse a cualquier confusión innecesaria en la transmisión de un mensaje.

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